El lirón

lironTodos cuantos pasen de los cuarenta, recordarán con admiración aquellos inolvidables episodios de El hombre y la Tierra, del llorado Félix Rodríguez de la Fuente. Y de todos los animales grandes y pequeños que descubrimos guiados de su docta mano, uno resuena aún en los oídos de muchos de nosotros, con aquella peculiar e irrepetible dicción del amigo Félix: El lirón careto.

Para los que entonces éramos de ciudad, aquello del lirón careto sonaba a tierras vírgenes y parajes perdidos en alguna serranía ibérica. Para la gente de campo que veía los episodios en el bar de la plaza o en el casino, era la muxa (si era vasco), la rata sellarda (en Cataluña) o simplemente la rata. Pero, poco a poco, este simpatiquísimo roedor, fue dejando atrás tan despectivos apelativos, totalmente ajenos a su naturaleza, y empezó a labrarse un lugar más digno entre nosotros. Pero murió Félix, y el lirón careto volvió a la oscuridad de la memoria y de los bosques.

Tocado por los dioses

El más simpático y común de los lirones —el lirón careto— tiene un hermano menos agraciado y de mayor tamaño —el lirón gris—, que en España sólo podemos encontrar en el norte. Carece de las manchas oscuras que, a modo de antifaz, dan ese peculiar aspecto al careto —además de adjetivar su nombre— y su cola es toda ella peluda, a diferencia de la del careto, que sólo tiene pelo en un llamativo penacho terminal, blanco y negro. Esta cola es su seguro de vida, pues en caso de necesidad la pierde fácilmente, como si fuera una lagartija.

El origen del lirón careto se remonta a los tiempos en que las hadas reinaban en los bosques, de esto hace muchísimos años, cuando sólo existían lirones grises. Cuenta la leyenda, que mamá lirón tuvo una camada de ocho lironcitos. Después de nacer, les colocó en fila para pasar revista mientras les iba poniendo nombre:

—Tú tienes los bigotes muy grandes; te llamaré Bigotón. Tú te pareces mucho a tu padre; te llamaré Vagote. Tú…
Y así, sucesivamente, fue dando nombre a todos y cada uno de los pequeños lirones grises. Al llegar al último, pegó un respingo:

—¿Y tú, de dónde has sacado esa cara? Vaya careto más feo, todo manchado. A ti no te pongo nombre porque no quiero ni verte.

El resto de hermanos se echaron a reír, gritando a coro:

—¡Vaya careto, vaya careto!

A partir de ese día, el pequeño lirón creció siendo el hazmerreír de todos sus hermanos. No le permitían participar en los juegos, sólo podía comer lo que los demás rechazaban, e incluso tenía que ocultarse de su padre, que había jurado quitarle de en medio si le encontraba, porque —según decía— aquel lirón tan feo no podía ser hijo suyo.

Así pasaron los años, y el pequeño lirón aprendió a estar solo, a ocultarse de su padre, a evitar las burlas de sus hermanos y la dolorosa indiferencia de su madre. Mientras que los otros lirones crecían fuertes, Careto —así le llamaban— ganaba peso con dificultad y su cola, lejos de ser peluda como la de los otros, tan solo conservaba un penacho final de pelo. Cada noche, después del festín de frutas y semillas que se daban los otros lirones, él se acercaba, sigiloso, a comer lo poco que le habían dejado. Aprendió a hacer de tripas corazón y tuvo que incluir en su dieta cosas como escarabajos, cucarachas, gusanos y otros bichos asquerosos que si bien le repugnaban, al menos le permitían sobrevivir.

Una noche en que, como tantas otras, lloraba su desdicha a la orilla del estanque, se le acercó el hada Buena.

—Hola, pequeño lirón. Llevo años escuchando tu llanto y he decidido cambiar el rumbo de tu historia. Quiero que sepas que tú y tus descendientes seréis los más apreciados de entre los lirones. Poblaréis la mayor parte de los bosques y seréis la admiración de todas las criaturas. El gato Montés y la gineta Feroz no podrán daros caza, y viviréis felices por siempre jamás.

— Te agradezco mucho tus palabras de consuelo, pero no necesitas engañarme. Yo sé que no tendré descendencia porque todas las lironas se ríen de mí. Y no llegaré a viejo: Si no me pilla mi padre, lo hará Feroz, Montés o el pollito Gavilán. Estoy resignado a mi destino.

—No olvides mis palabras, pequeño lirón.

Y dicho esto, el hada Buena desapareció entre la bruma del estanque.

Pasó el verano, y el otoño preludió la llegada del frío. Apremiaba el tiempo, y la familia de Careto se entregó a una desaforada búsqueda de provisiones para pasar el invierno. Recogían y recogían, llevando todo a la madriguera. Careto, como siempre, les seguía a distancia, alimentándose de lo que dejaban caer; media nuez, unas bayas de serbal…

Un día, de pronto, apareció Feroz. Salió entre los árboles como una centella y cuando quisieron darse cuenta ya se había comido a Bigotón y a Vagote. Todos corrieron hacia la madriguera, pero se habían alejado mucho y la gineta les fue dando alcance uno a uno. Careto, incapaz de observar tan cruel espectáculo desde su escondite entre los arbustos, saltó ante la gineta para atraer su atención y permitir la huida de su familia.

—No tengas cuidado, Careto —dijo la gineta— que a ti también te voy a echar el diente, pero primero me comeré a tus hermanos, que están bastante más rollizos que tú.

Y así lo hizo. A la carrera, iba dando alcance uno a uno a los lirones, mientras Careto, a su lado, le gritaba:

—¡Ven a por mí, si eres valiente!

Pero la gineta tenía bocados más apetitosos. Careto presenció como en pocos segundos, Feroz acabó con toda la familia. Ya sólo quedaba él, corriendo aterrado ante la gineta y ya cerca de la madriguera.

—Mmmm… ¡Estaban deliciosos! Pero me he quedado con un poco de “gusa”, de manera que también te voy a comer a ti, saco de pelos.

Careto ya divisaba la madriguera. Pero sentía en su cola el aliento fétido de la cruel gineta.

—A ver esa cola tan vistosa; trae acá que la eche mano, que por algún sitio hay que empezar a comer.

El pequeño lirón sintió que todo acababa. Notó una garra sujetar con firmeza el extremo de su cola; cerró sus ojos y, sin dejar de mover sus pequeñas patitas, se encomendó al hada Buena. Entonces ocurrió el milagro. Careto dejó de percibir el aliento de la gineta; sin dejar de mover sus patas, abrió los ojos y se encontró ante la madriguera. Entró rápidamente y ya a salvo se atrevió a mirar atrás. A unos veinte metros, la gineta, enfurecida, mordía y arañaba una cola de lirón. Careto acercó su patita y se palpó el lugar donde siempre había tenido una cola… pero no había nada. No sangraba ni existía dolor alguno. Aturdido y asombrado no podía reaccionar. A su alrededor, montones de frutos, nueces, castañas y bayas decoraban la que fuera casa de su familia y ahora era su casa. Y en el exterior, había comenzado a nevar mientras la gineta se alejaba mascullando maldiciones contra las colas y los lirones.

Superviviente nato

Esto paso hace muchos años. El hada Buena cumplió su promesa y desde entonces, cada vez que un gato o una gineta tratan de atrapar a un lirón careto, se quedan con su cola entre los dientes… y nada más. Y no solo esto; el hada cumplió en todo. El lirón careto habita una zona mucho más extensa que su pariente, sigue siendo algo más pequeño, pero sabe defenderse mucho mejor.

Es asiduo de huertas, jardines, parques… e incluso es fácil que llegue a colarse en casa. Duerme de octubre a abril, en oquedades de los árboles o rendijas de las rocas. Es bastante temerario, no en vano su cola-señuelo le hace sentirse seguro. Le hemos visto pasear por la mismísima puerta de Babitín Serrano —el temible gato rojo— casi como provocando. Así es el lirón careto. No es fácil que le vea, pero deje unas nueces en el rincón más oscuro del jardín y verá como acaban desapareciendo.

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