El embalse de Valmayor (nombre que trajeron de Madrid, porque en Colmenarejo nunca se conoció esta toponimia) está construido sobre el cauce del río Aulencia. Este río, que llega al embalse procedente de El Escorial y desagua entre los términos de Colmenarejo y Valdemorillo, alimentó antaño varios molinos que funcionaron de forma estacional, desde antes de la llegada de los romanos hasta la posguerra.
Uno de ellos fue el molino de Sopas. Estaba en un recoleto vallecillo clavado a mitad de un congosto, que por aquí llamamos pretenciosamente «cañón del Aulencia.» Este amansamiento del relieve, formado por la afluencia de varios arroyuelos al cauce principal, llamó la atención de los ingenieros de la época, que consideraron el lugar apropiado para levantar un dique y embalsar sus aguas. Y así se hizo.
Padres y abuelos de vecinos nuestros, trabajaron en este embalse, que fue terminado en los años veinte. Su objetivo era convertir en regadío las feraces tierras del Pardillo, Villanueva, Brunete y más allá. Para ello fue necesario realizar una canalización a través de nuestro cañón-congosto, que debería llevar el agua a estas sedientas tierras.
Además, este embalse, como gran obra de la ingeniería de la época que era, debía tener compuertas, aliviaderos, balsas y decantadores, alojamiento para el personal de mantenimiento e incluso casa para el ingeniero. Todo ello sigue en pie, en un aceptable estado, pero sin uso alguno, anclado en el tiempo. Esto lo contaremos en otro paseo. Volvamos al embalse.
Los de fuera lo llamaron Valmenor, nombre que se ha perdido por completo. Las gentes de Colmenarejo, la Presa Vieja. Y ahí quedó. Dicen algunas fuentes que nunca cumplió su cometido, que jamás proporcionó una gota de agua a sus destinatarios. Lo cierto es que entre convulsión y convulsión de la España convulsa, las infraestructuras que eran necesarias para aprovechar sus aguas quedaron relegadas al olvido.
Sus compuertas permanecieron cerradas, y así se creo un gran humedal en el corazón de la presierra de Madrid, que fue madurando lentamente hasta convertirse en un enclave de fauna y flora privilegiado. En sus aguas ha pescado la nutria hasta hace veinte años; y antes lo hizo el visón europeo. La cigüeña negra ha anidado en sus cantiles, y azores y halcones han depredado sobre una enorme variedad de aves acuáticas que saturaban sus resguardadas orillas en los fríos meses de invierno. A la par quedaba su riqueza en peces, anfibios y reptiles.
Pero todo tiene un final. A mediados de los 70, la sed de Madrid obligó a construir un nuevo embalse aguas arriba: Valmayor. Y con él, una planta potabilizadora, que filtraba y decantaba las aguas para eliminar la suciedad que las contaminaba, cada vez más frecuente por los vertidos de pueblos y urbanizaciones. Todo el lodo que la planta extraía en el proceso de potabilización lo devolvía al cauce del Aulencia, y éste lo llevaba hasta la Presa Vieja, cuyo dique lo retenía. Y así durante 25 años.
En 2001, la reiterada denuncia de los grupos ecologistas (Proyecto Verde entre ellos) obligó a la potabilizadora a comenzar un proceso de desecación y retirada de los lodos. Y finalmente, este mismo año, la entrada en funcionamiento de la depuradora del arroyo de La Peralera, ha puesto punto final a los vertidos incontrolados sobre esta hermosa presa.
Aquellos de vosotros que os animéis a hacer este paseo, podéis llegar en coche por el camino de la Espernada (llamado también carretera del Pardillo) hasta su intersección con un ancho camino de tierra que sigue de frente: la colada de Cabeza Aguda. A un lado, una caseta de piedra del Canal vigila una gruesa canalización enterrada que se lleva el agua, ya potabilizada. Al otro, un dique de cuarzo, una de las señas de identidad geológica de nuestro municipio. Aquí dejaremos el coche, porque nuestro camino es a través de vías pecuarias. Tomaremos el camino a derechas y estaremos en la colada del molino de Sopas. Al principio un suave descenso entre viejas y abandonadas viñas y campos de cultivo, de los que apenas quedan vestigios, quizá alguna cepa seca.
A medida que avanzamos, quedan a nuestra derecha, a lo lejos, las lindes de varias fincas que deparan algunas de las mayores sorpresas botánicas de este municipio. Entre ellas, un grupo de arces de Montpellier, los únicos, un vestigio relicto del pasado que ha pervivido milagrosamente. Hay gruesos fresnos, hay charcas que en primavera rebosan de vida vegetal y animal, hay prados y roquedos con ruscos, cornicabras y peonías.
En esta zona existe una enigmática fresneda, con varias decenas de ejemplares muy jóvenes (apenas cinco o diez años) y apelotonados, cuyo origen nos intriga.
Seguimos por nuestra colada y pronto el terreno se quiebra y aparece ante nuestros ojos la vieja presa. Ahora es necesario bajar por sendas que antaño fueron de uña, pero que hoy son de neumáticos de motos de trial. ¡Así están las cosas! Ya es difícil saber por donde discurre la colada original, pero poco importa, porque el final de nuestro paseo está muy cerca.
El molino de Sopas fue derribado —o quedó sumergido— al hacer la presa (que hay versiones para todos los gustos.) Incluso nació una leyenda, que pocos conocen y que algún día contaremos. Llego la contaminación y se fue la vida.
Ahora, el nuevo siglo ha traído otras sensibilidades. Esta vieja presa sigue siendo un bello monumento en un bello enclave, y los mismos que durante años anegaron de fango su vida ahora claman por su restauración. Existe un proyecto para llevarse los lodos y devolverle su viejo esplendor. Pero no demore su visita esperando este momento, porque igual no lo ven ni nuestros nietos. Será necesaria mucha determinación y mucha fuerza de «convicción», porque la limpieza costará miles de millones.
Entre tanto, podrá ver el complejo de decantación y distribución casi intacto, y la casa de los guardeses. Si no tiene vértigo, puede pasar cómodamente al otro lado por la pasarela del dique y ver las burbujas de gas metano que surge de sus putrefactas profundidades. Más allá, en un saliente de privilegiadas vistas, la casa del ingeniero. Y podrá charlar con el viejo empleado, ya jubilado, que mantiene la memoria viva de tiempos mejores y unas simpáticas cabras que ramonean por doquier.