Para ejemplarizar cómo hasta el ser más horrendo debe ser amado y respetado, la literatura infantil eligió al pobre sapo como paradigma de todo lo feo y repugnante. Bien es cierto que con afán educativo, porque bastaba un simple beso para convertirlo en un apuesto príncipe casadero.
Han cambiado mucho las cosas; los príncipes permanecen solteros y a los sapos no les besan ni las princesas. El sapo, antaño protagonista de cuentos de hadas, va camino de representar su propia extinción en un teatro repleto de hombres y mujeres que no prestan la menor atención al espectáculo. En esta web nos va tocar hablar de animales que, de seguir así las cosas, dentro de pocos años sólo se podrán contemplar en las enciclopedias. El sapo común es uno de ellos. Se va quedamente, sin pena ni gloria; sin despertar en nosotros la menor sensación de pérdida. El bueno del sapo, ese bicho por enésima vez maligno, venenoso, capaz de emponzoñar las aguas de un abrevadero hasta el extremos de tener que sacrificar las reses que en él abreven… se extingue. Alguien dirá que exageramos, pero, pregúntense: ¿cuántas veces vieron sapos en su infancia? ¿Cuántos ven ahora?
El primero de la clase en muchas asignaturas
Todo empezó —como casi siempre— hace muchos millones de años. El mar estaba bastante bien colonizado por multitud de invertebrados y algunos vertebrados. Un buen día, uno de ellos sintió curiosidad y se acercó a la orilla: era el abuelo del sapo. Miró aquí y allá, y con el espíritu inconformista y emprendedor de los pioneros, decidió que aquella masa terrosa merecía ser explorada. Y de pez, se convirtió en anfibio, como nuestro sapo. Lo que vio fuera del agua no debió cautivarle por completo porque tanto él como sus descendientes nunca dejaron de depender del agua en algún momento de su vida. Y llevan en este equilibrio inestable muchísimos millones de años; muchos más que los famosos dinosaurios (referencia obligada cuando se habla de bichos/millones de años).
Las primeras lágrimas
Los anfibios fueron los primeros en desembarcar, pero también lo fueron en tener un oído como Dios manda (con sus huesecillos y su oído medio), en disponer de patas pares, en proteger sus ojos con párpados y en tener glándulas lacrimales. Por tanto, las primeras lágrimas que humedecieron la tórrida arena del mesozoico fueron derramadas por el abuelo del sapo.
Menos veneno
La leyenda negra del sapo hunde sus orígenes en su presunto carácter venenoso. El sapo, como todos los anfibios, tiene unas glándulas en la piel capaces de segregar una sustancia maloliente y tóxica que llega a afectar las mucosas del ser humano. Es un animal poco apetitoso y por ello le respetan casi todos los depredadores. Pero una cosa es disponer de las armas y otra muy distinta utilizarlas. Los animales no son tontos y no se dedican a derrochar sus exiguos medios de defensa. Si se les trata con delicadeza o, simplemente, no se les trata, la mayor parte de animales potencialmente peligrosos son completamente inofensivos. Pero volvamos al sapo.
Infatigable viajero
La vida de una sapo pasa por muchas vicisitudes, inimaginables para usted y para mí. Para empezar, el sapo nace como una retahíla de huevos de muchos centímetros de larga que pone su mamá. La deposita en el agua y es la única vez en la vida de nuestro amigo que necesita imperiosamente del líquido elemento. Estos huevos eclosionan y salen los renacuajos, que van sufriendo metamorfosis hasta convertirse en individuos sapos con aspecto de sapos. En esto invierten de 2 a 3 meses. Y mientras tanto, se alimentan de algas en su charca. El sapito adulto lleva una vida discreta hasta que le llega la época del celo. Entonces necesita encontrar novia o novio y para ello emprende larguísimos viajes hacia lugares húmedos o encharcados. Y es ésta pequeña migración la que los pone al descubierto y los hace vulnerables. Mueren atropellados en las carreteras o víctimas del perjuicio y la ignorancia.
En Colmenarejo, el sapo común ya es el menos común de los sapos. Es más fácil verle atropellado, con toda su enorme “humanidad” desparramada por la carretra, que encontrarle en nuestro jardín.
¿Qué hacen por nosotros?
No tendrían porqué hacer nada provechoso por el ser humano para justificar su existencia, pero también lo hacen. El sapo sale a cazar de noche y se alimenta de insectos —nocturnos, claro— precisamente aquéllos que se libran del control de las aves y depredadores diurnos. Si no hay sapos, los insectos de la noche se libran de sus enemigos (salvo que tenga musarañas) y verá mermar su huerta sin saber qué está pasando.
Si lo encuentra en su jardín, déjelo vivir. Y si lo ve en el camino de su casa, pare el coche en el arcén, debidamente señalizado, levántelo cuidadosamente y ayúdele a cruzar la calle. No le pedimos que lo bese, como haría una princesa con corazón de oro; bastará con que no le haga llorar.