Es el mayor de los lagartos que habitan Europa —lo que equivale a decir el mayor lagarto terrestre— y en Colmenarejo es frecuente, aunque se ha apreciado un considerable descenso en los últimos años. Un macho adulto, de unos 7 u 8 años puede medir casi un metro de longitud, aunque lo normal es que no sobrepase los 60 cm. Este hermosísimo animal (al que las comodidades y la comida fácil del cautiverio le sientan a las mil maravillas, pues alargan su vida hasta los 10 años) no suele vivir más de 5 ó 6 años, una vida muy corta si tenemos en cuenta, además, que de octubre a marzo duerme, lo que reduce su vida real a poco más de dos años y medio. En este escaso tiempo, la cría de un mamífero longevo aprende algunas cosas, pero nuestro lagarto nace sabiéndolo todo. No en vano es uno de los últimos descendientes de una estirpe gloriosa que dominó el mundo durante tantísimos años, que todo lo vivido por la Humanidad desde los albores del Antiguo Egipto hasta la actualidad podría repetirse más de 30.000 veces y ellos aún seguirían ahí. Nos estamos refiriendo, como no, a los reptiles.
Señores, un respeto
Raramente nos planteamos la legitimidad que tienen muchos de los seres que nos rodean para existir. Damos por hecho que los árboles se pueden talar, que los animales se pueden cazar, que las hormigas se pueden pisar… y que los lagartos se pueden matar. Y poderse, se puede, de hecho basta con mirar a nuestro alrededor para ver cada vez menos de casi todo. Pero, tal vez, si antes de quitar de en medio a una lagartija que se ha metido en casa, pensásemos a quién vamos a eliminar… quizá no lo haríamos. Nosotros, las personas, no estamos aquí por casualidad. Independientemente de las creencias religiosas de cada cual, hoy día nadie pone en duda que procedemos de una evolución de seres más y más primitivos a medida que nos alejamos en el tiempo. Y eso es así por las leyes de la naturaleza o por la voluntad divina. Estamos como colgados de una cadena: El eslabón del que pendemos será el Homo antecessor y éste estará sujeto al Australopitecus, que a su vez estará agarrado a un abuelo del orangután o el chimpancé, que lo estará… Si seguimos retrocediendo en esa cadena que nos sujeta y gracias a la cual estamos donde estamos, encontraremos la musaraña y más atrás, un reptil. Si cualquiera de estos eslabones hubiera fallado, si un extraterrestre hubiera aterrizado hace millones de años y, dedicándose a la caza, hubiera exterminado las musarañas, por ejemplo… nosotros, tal y como somos ahora, no estaríamos aquí. Si creemos en la Divinidad, el Sumo Hacedor se las habría ingeniado para hacernos descender de las aves o los anfibios, pero no seríamos iguales: Tendríamos pico o plumas. Si somos agnósticos, es probable que concluyamos que nunca habría aparecido una inteligencia tan desarrollada como la que ahora puebla el mundo.
Estas disquisiciones, fruto del respeto por todos los seres vivos, nos llevan a concluir que, de la misma manera que nosotros debemos nuestra existencia a seres tan insignificantes como un lagarto, tal vez este mismo lagarto pueda, en un futuro muy lejano, dar vida a una especie aún más increíble que nosotros. ¿Por qué no?
El devorador de mujeres
Podemos pensar esto, y respetar al lagarto. Podemos respetarle aunque no pensemos esto. Y podemos asarlo a la parrilla y comérnoslo. Hace unos años saltó a las primeras páginas de los periódicos la noticia de un hombre que había sido multado con un millón de pesetas por dar muerte a un lagarto ocelado, especie por demás, protegidísima. El pobre hombre, una persona de vida humilde y sin recursos, declaró en su favor que lo había hecho para poder comer. Sea o no esto cierto, el triste suceso puso de manifiesto una realidad: En nuestro país la mayoría de los ciudadanos no valoramos en su justa medida la enorme riqueza biológica que poseemos. Y un lagarto es un bicho dañino, que muerde con saña las partes pudendas de las mujeres que osan hacer sus necesidades en pleno monte; y es tal su ensañamiento, que sólo decapitando al bicho conseguiremos que suelte su presa magra.
Y esto no nos lo hemos inventado; forma parte de la sabiduría popular de muchas regiones españolas.
De caza con Vicu-Vicu
La casualidad nos ha permitido tener frecuentes contactos con el lagarto ocelado. Generalmente con ejemplares pequeños y medianos, nunca mayores de 40 cm. Pero aún no siendo los grandes de la clase, un lagarto de 40 cm impone respeto. La responsable de esta relación es Vicu-Vicu, una gata blanqui-parda, hija y nieta de gatas asilvestradas. A los gatos les gusta mucho cazar lagartijas y lagartos hasta unas medidas razonables, traspasadas las cuales es más fácil que sea el lagarto quien caze al gato. El hecho es que Vicu-Vicu es muy cariñosa y obsequiosa con sus amos, como cualquier gato bien nacido. En sus correrías por el monte, se ha topado varias veces con lagartos, los ha capturado y nos los ha traído. Hasta aquí todo normal. Lo interesante de todo esto, lo que motiva que al comienzo de este artículo hayamos dicho que el lagarto nace sabiendo, es que mientras los pajarillos, gazapos, ratones, topos, lirones, etc., ofrecen una tenaz resistencia a su captura y provocan el rápido mordisco letal del depredador de turno, los reptiles, al sentirse apresados por uno de sus depredadores naturales, se hacen los muertos, permaneciendo inmóviles. Y esta actitud, aparentemente inconsecuente, es una de las claves de la supervivencia, después de muchos millones de años, de varios de ellos. Y nuestro lagarto ocelado es un ejemplo perfecto. Al sentirse amenazados tratan de escapar. Si no lo logran y son asidos por la cola, se desprenden de ella. Y si finalmente son capturados no ofrecen la menor resistencia. Gracias a esta táctica, casi todos los lagartos que nos traía Vicu-Vicu llegaban intactos; alguna cola rota, a lo sumo. Era fácil convencer a la gata para que nos lo diera (en realidad, eran un presente para nosotros). Una vez en nuestra mano, el lagarto permanecía unos minutos quieto antes de aprovechar el menor descuido y echar a correr. Nuestra labor consitía en soltarlos en algún lugar más alejado, para evitar ser de nuevo capturados.
Perfectos y primitivos
Por nuestras manos han pasado lagartos grandes y pequeños, y eso nos ha permitido admirar de cerca su fascinante morfología. Lo que más llama la atención son las grandes manchas azules que adornan sus costados, más intensas y llamativas en época de celo. Y es que los lagartos, como la mayoría de los reptiles, utilizan el color para comunicarse. Las hembras carecen de ellas o tienen muy disminuidas estas manchas. En realidad la hembra del lagarto ocelado no pasa de ser una lagartija grandecita. El macho es el que adquiere un tamaño y belleza considerables.
Tienen dientes, efectivamente, como la mayoría de los lagartos. Pero son tan pequeños, que sólo los grandes ejemplares podrían hacernos sangre. El lagarto utiliza sus dientes sólo para sujetar.
Nuestro amigo dispone de multitud de pequeños detalles de diseño que acrecientan la admiración que por él sentimos. Por ejemplo: Sus costillas son móviles y le permiten aplanarse de tal modo que ofrezca una mayor superficie a los rayos solares en los días fríos. Su larga y fina cola se rompe voluntariamente no entre vertebras —como parecería lógico— sino en la mitad de una de ellas, lo que permite al tejido regenerarse fácilmente. Tienen buena vista, aceptable oído y muy buen olfato. Entonces, si son tan listos, ¿cómo se dejan capturar por Vicu-Vicu? Por amor, señores y señoras; por amor. En época de apareamiento, los lagartos exhíben sobre una roca su hermosa coloración para servir de reclamo a las hembras, y muy mal tienen que ver las cosas para abandonar esta liturgia. En algunos casos se les puede tocar sin que huyan. Esto es su perdición. El resto del año son animales tímidos y huidizos.
Cuando son jóvenes, se conforman con comer pequeños insectos; pero un hermoso lagarto ocelado de medio metro tiene buen apetito, y no le hace ascos a culebras, huevos, ratones y frutas caídas de los árboles.
Nuestro amigo lagarto pone hasta veinte huevos, que entierra cuidadosamente, Su cáscara es elástica al principio y se endurece unas horas después. Una vez puestos no les presta ninguna atención. Al cabo de tres meses nacen los lagartitos, en todo similares a sus padres.
Por si le interesan los datos curiosos, sepa que nuestros reptiles de hoy son de sangre fría. Esto quiere decir que no mantienen una temperatura estable —como hacen los mamíferos y las aves— sino que adoptan la temperatura ambiente. Pero esto no es del todo cierto, porque la mayoría de los lagartos son capaces de mantener una temperatura superior a la ambiente. No obstante, prefieren que el calor provenga del Sol que de su esfuerzo personal (lo que los acerca aún más a nosotros), por lo que cuando el tiempo no acompaña se duermen… y a otra cosa.
Es el primo amable del ciempiés. Imaginemos por un momento que medimos 5 cm y nos encontramos en algún rincón de nuestro jardín, cerca de una roca o un murete de piedra. De pronto, nos llega un rumor lejano, como un repiqueteo que poco a poco aumenta hasta convertirse en un estruendo continuo, un golpeteo de cientos de patas… Seguramente, si fuéramos tan pequeños, correríamos a buscar refugio imaginando al temible ejército que se abría paso entre el césped. Pero nuestra sorpresa sería mayúscula cuando viésemos aparecer a un único individuo, largo, negro y brillante que pasaría tranquila y acompasadamente a nuestro lado. Es un milpiés, un representante de los miriápodos totalmente inofensivo.
Si hemos de hacer caso a nuestras abuelas, todos somos oriundos de París, de donde llegamos en vuelo regular a bordo de una cigüeña. En aquellos tiempos, este tipo de vuelos solían adelantarse (algo impensable hoy en día) y pillaban a papá y mamá en total y completo “deshabillé”. No sabemos si ha sido por su condición de “paquete bebé-express” o si dicha condición se debe a otro motivo, el hecho es que la cigüeña goza desde tiempo inmemorial del favor del pueblo. Es, casi, el animal sagrado de la civilización judeo-cristiana. A nadie se le ocurre hacer daño a una cigüeña (a casi nadie, que hay bestias para todo). Ni siguiera el más desaprensivo de los cazadores osa poner a semejante ave en su punto de mira: Por mal que se le haya dado la jornada de caza, ni se le pasa por la imaginación. ¿De dónde viene este carácter sagrado de un animal, en el país donde nada es sagrado?
De animal útil se pasó con cierta facilidad a animal respetado, y de ahí a animal sagrado o legendario. La utilidad de la “cigu” perduró lo que perduraron las cosechas y las plagas. Pero, ¡ay!, todo termina, y a principios de siglo llegaron los pesticidas y los abonos, y la tierra redobló su producción de manera artificial y vertiginosa. Qué importaba que la cigüeña comiera saltamontes; esa labor ejecutoria la realizaba con mucha mayor eficacia el insecticida de turno. ¿Que unos ratoncillos han echado a perder una panocha? Es un daño irrelevante frente a las dos cosechas de maíz que tendremos este año gracias al fertilizante.
No conocemos su relación con las arañas (aunque no sería difícil de adivinar en la mayoría de casos) y no pretendemos que nazca entre ustedes una relación entrañable (que podría nacer). Nos conformamos con que lea este artículo y albergamos la esperanza de que, al menos uno de nuestros lectores, trate con más mimo a la próxima araña que se cruce en su camino. Para lograrlo vamos a contar la verdadera historia de las arañas.
Sabemos que no lo vamos a convencer fácilmente, porque seguro que conoce alguien al que una vez picó una araña y estuvo varios días… Cada vez que advertimos un buen picotazo, con hinchazón y dolor, se lo atribuimos a una araña. Lo cierto es que avispas y abejas no son los únicos insectos capaces de producir picaduras serias; Theobaldia annulata, un mosquito bastante frecuente, tiene una picadura muy dolorosa. La diferencia entre las arañas y estos insectos de los que hablamos, es que estas especies sí utilizan su picadura como defensa o bien —como en algunos casos— porque estamos incluidos en su dieta habitual.
Domingo, 12 de la mañana, hora de Greenwich. Urbanización Las Quirogas, (Colmenarejo). La familia Benítez está en el jardín. La madre, subida a una silla, está cortando algunas rosas para adornar el salón. El padre, recostado en una tumbona, lee el Marca mientras se bebe una cerveza. El niño, sentado en su orinal con forma de pato, se entretiene despachurrando cuantas hormigas pasan frente a él. El silencio es total, apenas interrumpido por el suave zumbido de algún insecto.De repente, Manolito deja de hacer fuerza, olvida a las hormigas y gira la cabeza. También su padre ha percibido algo y levanta la vista del periódico. Un ligero temblor sacude la columna vertebral de la madre y la piel de sus hombros se torna de gallina clueca.
Desde tiempos remotos, los reptiles han sido considerados animales perjudiciales, que traían mala suerte o simplemente desagradables a la vista. Este enorme error nace, entre otras causas, del desconocimiento de este grupo animal, que muy lejos de ser dañino es por el contrario beneficioso para el hombre. Hace doscientos ochenta millones de años aparecieron, evolucionando a partir de los anfibios, este grupo de vertebrados que no dependen del agua, no poseen mecanismos eficaces para regular su temperatura corporal, y ponen huevos con cáscara más o menos dura, donde el embrión está protegido además por capas protectoras aislantes.
Las efímeras, efémeras o cachipollas, son insectos totalmente inofensivos del orden efemerópteros. Su tamaño varía desde menos de 1 mm hasta 4 cm y presentan dos o tres “colas” características al final del abdómen. Otra peculiaridad de este grupo son sus alas, finas y delicadas, que siempre mantienen en posición vertical al cuerpo. Son incapaces de plegarlas y, en general, son poco funcionales, dejándose arrastrar, durante su corta vida de adultos, por el viento. Las alas posteriores siempre son menores que las anteriores y, en ocasiones, llegan incluso a desaparecer. Vuelan mal y no tienen colores llamativos, predominando el color pardo y el amarillo.
Nuestro pequeño protagonista es un ser crepuscular, y esto, unido a sus costumbres silenciosas y solitarias, nos hace pensar que es más raro de lo que realmente es. El erizo común (Erinaceus europaeus) es un mamífero insectívoro de pequeño tamaño, entre 20 y 30 cm, con el cuerpo rechoncho armado de púas que le dan un aspecto inconfundible. Estas púas, que pueden alcanzar 3 cm, son pelos transformados que constituyen su principal medio de defensa, tan efectivo que les evita tener que huir ante el peligro. Cuando se sienten amenazados se enrollan sobre sí mismos a modo de bola, gracias a su potente musculatura, confiriéndoles una notable inexpugnabilidad frente a sus depredadores.
Una cara así no se ve todos los días, y quien la ha visto no la olvida jamás. La lechuza está presente en toda nuestra geografía, ocupando campanarios, ruinas y casas deshabitadas, pero sólo sale de noche, a pesar de lo cual, es blanca. La naturaleza siempre es sorprendente: la lechuza, cazadora nocturna e implacable, es blanquecina, mientras que cuervos y cornejas son diurnos y negros como el carbón. Pero todo tiene su explicación. Los cuervos y las cornejas lo que no quieren es que los depredadores les vean durante la noche, momento en que son totalmente vulnerables. Y a nuestra lechuza le sucede lo contrario: no quiere ser vista durante el día. Y el mejor color para pasar desapercibida entre las vetustas piedras de sus campanarios es el blanquecino, similar al granito. Que la vean de noche le preocupa menos, como a esos futbolistas discolos que hacen ostentación ante los “paparazzis” de sus salidas nocturnas y alevosas. Además, su comida favorita y casi única comida, no suele mirar al cielo mientras rebusca semillas entre la hojarasca. Nos referimos, claro está, al pobre ratón. Y es que nuestra lechuza, en época de cría, caza más ratones que el más avispado de los gatos. Se han contabilizado más de un centenar de capturas al mes para una familia de lechuzas compuesta por papá, mamá, y cinco lechucitos. Este hábito alimentario, unido a su nocturnidad, ha permitido a la lechuza cohabitar con el hombre sin ser apenas molestada. Gracias a ello, es una rapaz nocturna todavía abundante.
Esta pregunta se contesta por sí sola: el macho no puede comerse a la hembra después de la cópula porque, sencillamente, la especie desaparecería. De manera que esta “horrible crueldad” no entra en los planes del varón-animal. Ahora bien, se puede merendar a la hembra después de haber parido, o puede comerse a sus hijos, lo que desde un punto de vista ético es muchísimo peor. Y estas cosas sí las hacen los machos de muchas especies. Es corriente que machos solitarios de león acaben con la vida de la prole de una leona, con objeto de lograr que entre de nuevo en celo y pueda ser fertilizada con sus genes. Si lo hace el rey de la selva, figúrese los súbditos. Ejemplos los hay a cientos. De manera que lo dramático de una mantis no es que se meriende al cónyuge, sino que el “merendado” sea un santo varón. Es decir: puro machismo.