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El Petirrojo: Una nota de color en el frío invierno

El petirrojo es, seguramente, uno de los pájaros en los que la curiosidad se encuentra más desarrollada. Muchos de nosotros nos hemos visto sorprendidos cuando, tras unos minutos de trabajo invernal en el jardín, removiendo tierra, cavando o podando alguna zona, hemos recibido la visita de esta ave que, desde un apostadero cercano, arbusto, poste o cerca, espera nervioso a que terminemos nuestra tarea para abalanzarse sobre la zona trabajada para buscar alimento.

El petirrojo (Erithacus rubecula), también llamado pit-roig en Cataluña y txantxangorri en el País Vasco, es un ave paseriforme de la familia de los Túrdidos, vulgarmente llamados tordos. En esta familia también se incluyen las collalbas, tarabillas, zorzales, ruiseñores, colirrojos, roqueros y mirlos.

Este pajarillo de unos 15 cm de altura, es rechoncho, marrón uniforme en las partes superiores, rojo anaranjado en el cuello, cara y pecho y vientre blanquecino. Los jóvenes, hasta que mudan por primera vez sus plumas, son de color gris-pardo moteado. Tiene las patas delgadas y largas y los ojos grandes y negros, lo que le confiere un aspecto amigable. Y sin embargo, el petirrojo tiene un espíritu belicoso, ya que son aves que defienden violentamente su territorio frente a otros de su misma especie, sobre todo en época de cría. Su canto inconfundible está formado por un “tic” que nos recuerda, cuando lo repite varias veces, a cómo suena un reloj de juguete (tic-ic-ic…).

Se alimenta de insectos, lombrices y pequeños invertebrados, que busca dando saltitos por el suelo, para lo cual utiliza su fino pico tan diferente del pico grueso que poseen los granívoros como el gorrión o el jilguero. No obstante, en invierno amplía su dieta a semillas, bayas y frutos, e incluso no desdeña picotear restos de pan colocados en un comedero en el jardín.

Más frecuente en invierno

Durante los meses fríos es más frecuente observar a los petirrojos en nuestra Península debido a la migración que éstos realizan a finales de agosto desde zonas europeas para pasar el invierno, con lo que la población que vive sedentaria en nuestro país se ve incrementada por estos visitantes que acuden en busca de lugares más cálidos. Migran de noche y descansan y reponen fuerzas durante el día, aunque en este viaje muchos pierden la vida presa de los cepos y los cebos envenenados que les esperan en los sotos y bosques, a pesar de ser totalmente ilegales.
En los meses primaverales los petirrojos se muestran más esquivos y es mucho más difícil observarlos ya que la cría empieza a finales de marzo y continúa hasta primeros de junio. Cría en bosques espesos de pinos o robles con o sin matorrales y ocasionalmente en plantaciones, huertos y jardines. Hace su nido en agujeros de tocones de árboles o a baja altura en los troncos, en taludes, entre raíces o matorrales bajos y en ocasiones, en paredes de edificaciones. El nido lo construye la hembra y está formado por un tazón fabricado con hojas secas, hierba, musgo y raíces finas

El aprovechado cuco

Normalmente ponen cinco o seis huevos dos o tres veces en la época de cría, que sólo son incubados por la hembra, alimentada ésta por el macho. Los pollos tienen plumón de color gris oscuro y la boca naranja y amarilla para llamar la atención de sus padres, que son los que los cuidan y alimentan. Al cabo de once o doce días abandonan el nido, aunque en ocasiones sólo es un pollo el que lo hace, el del cuco. Y es que el cuco es un ave que parasita el nido de otros pájaros, generalmente mucho más pequeños que él, siendo el petirrojo uno de los hospedadores más frecuentes en el norte de España. De este modo, el pollo adoptado se deshace de sus hermanastros petirrojos tirándoles del nido o simplemente recibiendo todo el alimento que traen al nido sus padres adoptivos abriendo su enorme boca.

Cuando acaba el verano, mudan su plumaje y renuevan el canto, melancólico y muy agradable que marca sus territorios de invernada, cada individuo separado de sus congéneres, defendiendo cada cual su parcela exclusiva, que puede ser nuestro jardín si habilitamos un comedero.

Es un pájaro popular por ser abundante y familiar con el ser humano y también, si preguntamos a los más mayores, por la leyenda que comparte con la golondrina, de haber quitado las espinas de Cristo en el Calvario, salpicándole la sangre el pecho, que para siempre lucirá de rojo anaranjado.

Los Tisanuros. Pececillos de plata

Los insectos o hexápodos son el grupo de artrópodos con más éxito, desde el punto de vista biológico, en la faz de la tierra. Ningún otro colectivo de seres vivos tiene tal variedad de formas, colores, funciones y hábitats. Constantemente se están describiendo nuevos insectos y algunos autores piensan que es posible que el número de especies ronde los treinta millones.

Los tisanuros son los insectos más primitivos, pero no por ello desconocidos, ya que es muy frecuente encontrarlos en nuestras casas. Puede que a los lectores de esta web les sorprenda el nombre de estos animales y que frunzan el ceño ante la sospecha de que vamos a hablar de un extraño y desconocido bicho sólo observado por los más locos expertos del mundo de los insectos. Nada más lejos de la realidad, pues seguro se han topado alguna vez con el tisanuro, también conocido como pececillo de plata, quizá en una visita intempestiva al cuarto de baño o al abrir uno de los armarios de la cocina menos utilizado.

Son animales que, como todos los insectos, tienen un esqueleto externo de quitina que les protege y su cuerpo aparece dividido en tres partes: cabeza, tórax y abdomen. Miden entre siete y veinte milímetros de longitud y tienen una curiosa forma de zanahoria, más anchos en la parte anterior, donde está la cabeza y puntiagudos en el extremo inferior que está rematado por tres apéndices o cercos a los cuales deben su nombre puesto que thysanos significa adorno y oura, cola.
Su cuerpo está recubierto por escamas de color metalizado y se mueven como si estuvieran nadando por lo que se les llama vulgarmente pececillos de plata. Con sus antenas controlan el medio que habitan, detectan el alimento y el peligro. Como no tienen alas para huir ante una situación conflictiva, utilizan otros recursos, como la rapidez de movimientos y los giros bruscos de su cuerpo formando un arco, ayudados por los apéndices que tienen en el extremo de su abdomen. Son por ello difíciles de coger cuando los encontramos en el cuarto de baño o en la alacena donde se nos cayó algo de harina ya que se escapan rápidamente entre las maderas del armario de cocina o por cualquier minúscula rendija entre los azulejos del cuarto de baño. Pero no nos preocupemos, son totalmente inofensivos y aparte de comerse la silicona de alguna tubería o algún resto de azúcar caído en el suelo, poco daño pueden hacernos, pues raramente constituyen una plaga. Utilizar insecticidas contra ellos puede ser contraproducente ya que todos estos productos contienen venenos que contaminan y destruyen muchos organismos útiles, creando una situación de desequilibrio biológico.

Viven en hendiduras y rincones oscuros, alimentándose de cualquier tipo de sustancia orgánica que tenga almidón. Tienen hábitos nocturnos que sólo pierden cuando inician los juegos de cópula. Es entonces cuando realizan un baile desenfrenado dando vueltas el macho alrededor de la hembra y viceversa hasta que el macho fabrica una bolsita con sus espermatozoides y la deposita en el suelo, tejiendo después una fibra señalizadora para indicar a la hembra donde la ha dejado. La hembra recoge la bolsa y la introduce en su cuerpo, produciéndose entonces la fecundación.

Los individuos jóvenes son muy parecidos a los adultos, cosa que no ocurre en la mayoría de los insectos. La metamorfosis es un proceso en el cual hay un cambio de forma del animal que pasa por distintas fases: huevo, larva y pupa hasta llegar al individuo adulto. En el caso de los tisanuros la metamorfosis no existe, es un desarrollo directo desde el ejemplar joven al maduro. Mudarán su cubierta quitinosa al menos seis veces durante su vida (cuatro o cinco años), hasta alcanzar el tamaño del ejemplar adulto.

Los tisanuros se dividen en dos grupos: los pececillos de bronce y los pececillos de plata. Los primeros son menos abundantes, más grandes, tienen color metálico anaranjado y suelen vivir en la costa alimentándose de restos orgánicos. Las especies más representativas son Petrobius maritimus y Machilis polypoda. En el segundo grupo, más abundante y cosmopolita, encontramos la especie más conocida Lepisma saccharina, llamado vulgarmente pececillo de plata, lepisma de la harina o lepisma del azúcar. Otras especies como Thermobia domestica, llamado el insecto del fuego o termobia de las tahonas, suele vivir , como su nombre indica, cerca de cocinas u hornos, soportando en ocasiones temperaturas impensables. Por último, hay una especie, Atelura formicaria, que vive en nidos de hormigas y termitas, aunque es una excepción ya que, en general, los tisanuros prefieren nuestros frescos y húmedos cuartos de baño.

La tijereta: una buena madre

Las tijeretas son insectos alargados, pardos o rojizos brillantes, que miden entre 1 y 1,5 cm de longitud. Tienen las alas posteriores protegidas por las anteriores que se han transformado en unos élitros duros y córneos, característica que comparten con los escarabajos.

No obstante, algunas especies han perdido la capacidad de volar. Además presentan unos apéndices en la parte posterior del abdomen en forma de pinzas que nos permiten reconocerlas rápidamente. Están incluidas dentro de un orden pequeño, con una fauna escasa en Europa, ya que, en general, aguantan mal el frío. Hay dos especies, en cambio, que soportan condiciones climáticas adversas, por lo que están ampliamente extendidas; de éstas la más conocida es la tijereta común o Forficula auricularia.

tijereta con sus crías

La tijereta común es un insecto muy conocido por todos, alargado, con largas antenas y alas grandes y delgadas que raramente despliegan. Tal vez sean estas alas una de las características que pasan desapercibidas en estos animales, ya que prefieren desplazarse sobre el suelo antes que utilizar la locomoción aérea. Las pinzas que tienen en la parte posterior del abdomen son curvadas en los machos y casi rectas en las hembras y las utilizan como defensa, arqueando el cuerpo y amenazando al agresor como si fuesen un escorpión, aunque no tienen ningún tipo de veneno y sólo pueden pellizcar.

crías de tijereta

A pesar de ser inofensivas, la tijeretas dan miedo y son objeto de supersticiones tales como que buscan las orejas de los seres humanos para introducirse en ellas y perforar el tímpano. Nada más lejos de la realidad, aunque puede ser que algún excursionista se haya despertado de una siesta en el campo sobresaltado al sentir a una de ellas en la oreja ya que les gusta estar cobijadas mientras descansan.

Son insectos nocturnos y durante el día podemos encontrarlas en las casas, ocultas en rendijas; en el suelo, escondidas en grietas; en el jardín, bajo los tiestos y, en definitiva, en cualquier escondite oscuro.

Las tijeretas son fundamentalmente detritívoras, se alimentan de desechos orgánicos, lo que es muy útil para la formación del suelo. También forman parte de su dieta insectos vivos, hojas y pétalos tiernos.

Los insectos no suelen cuidar de sus crías pero las tijeretas son una excepción. Las hembras depositan entre 20 y 40 huevos que cuidan todo el invierno, hasta que en primavera, tras 5 ó 6 semanas de desarrollo, eclosionan. La madre cuida primero los huevos y luego las larvas hasta la segunda muda, momento en el que son capaces de defenderse por sí mismas y se emancipan, aunque con cierta frecuencia podemos observar grupos familiares.

Tras cuatro mudas, las jóvenes tijeretas se transforman en adultos, adquiriendo en otoño la madurez sexual. Tras el apareamiento y la puesta de huevos, pasan el invierno enterradas en el suelo.

Si les perdonamos, de vez en cuando, que se coman algun pétalo de un capullo, nos percataremos que no sólo no son perjudiciales sino que son beneficiosas para la buena salud de nuestros jardines.

El sapo

Para ejemplarizar cómo hasta el ser más horrendo debe ser amado y respetado, la literatura infantil eligió al pobre sapo como paradigma de todo lo feo y repugnante. Bien es cierto que con afán educativo, porque bastaba un simple beso para convertirlo en un apuesto príncipe casadero.

Han cambiado mucho las cosas; los príncipes permanecen solteros y a los sapos no les besan ni las princesas. El sapo, antaño protagonista de cuentos de hadas, va camino de representar su propia extinción en un teatro repleto de hombres y mujeres que no prestan la menor atención al espectáculo. En esta web nos va tocar hablar de animales que, de seguir así las cosas, dentro de pocos años sólo se podrán contemplar en las enciclopedias. El sapo común es uno de ellos. Se va quedamente, sin pena ni gloria; sin despertar en nosotros la menor sensación de pérdida. El bueno del sapo, ese bicho por enésima vez maligno, venenoso, capaz de emponzoñar las aguas de un abrevadero hasta el extremos de tener que sacrificar las reses que en él abreven… se extingue. Alguien dirá que exageramos, pero, pregúntense: ¿cuántas veces vieron sapos en su infancia? ¿Cuántos ven ahora?

El primero de la clase en muchas asignaturas

Todo empezó —como casi siempre— hace muchos millones de años. El mar estaba bastante bien colonizado por multitud de invertebrados y algunos vertebrados. Un buen día, uno de ellos sintió curiosidad y se acercó a la orilla: era el abuelo del sapo. Miró aquí y allá, y con el espíritu inconformista y emprendedor de los pioneros, decidió que aquella masa terrosa merecía ser explorada. Y de pez, se convirtió en anfibio, como nuestro sapo. Lo que vio fuera del agua no debió cautivarle por completo porque tanto él como sus descendientes nunca dejaron de depender del agua en algún momento de su vida. Y llevan en este equilibrio inestable muchísimos millones de años; muchos más que los famosos dinosaurios (referencia obligada cuando se habla de bichos/millones de años).

Las primeras lágrimas

Los anfibios fueron los primeros en desembarcar, pero también lo fueron en tener un oído como Dios manda (con sus huesecillos y su oído medio), en disponer de patas pares, en proteger sus ojos con párpados y en tener glándulas lacrimales. Por tanto, las primeras lágrimas que humedecieron la tórrida arena del mesozoico fueron derramadas por el abuelo del sapo.

Menos veneno

La leyenda negra del sapo hunde sus orígenes en su presunto carácter venenoso. El sapo, como todos los anfibios, tiene unas glándulas en la piel capaces de segregar una sustancia maloliente y tóxica que llega a afectar las mucosas del ser humano. Es un animal poco apetitoso y por ello le respetan casi todos los depredadores. Pero una cosa es disponer de las armas y otra muy distinta utilizarlas. Los animales no son tontos y no se dedican a derrochar sus exiguos medios de defensa. Si se les trata con delicadeza o, simplemente, no se les trata, la mayor parte de animales potencialmente peligrosos son completamente inofensivos. Pero volvamos al sapo.

Infatigable viajero

La vida de una sapo pasa por muchas vicisitudes, inimaginables para usted y para mí. Para empezar, el sapo nace como una retahíla de huevos de muchos centímetros de larga que pone su mamá. La deposita en el agua y es la única vez en la vida de nuestro amigo que necesita imperiosamente del líquido elemento. Estos huevos eclosionan y salen los renacuajos, que van sufriendo metamorfosis hasta convertirse en individuos sapos con aspecto de sapos. En esto invierten de 2 a 3 meses. Y mientras tanto, se alimentan de algas en su charca. El sapito adulto lleva una vida discreta hasta que le llega la época del celo. Entonces necesita encontrar novia o novio y para ello emprende larguísimos viajes hacia lugares húmedos o encharcados. Y es ésta pequeña migración la que los pone al descubierto y los hace vulnerables. Mueren atropellados en las carreteras o víctimas del perjuicio y la ignorancia.

En Colmenarejo, el sapo común ya es el menos común de los sapos. Es más fácil verle atropellado, con toda su enorme “humanidad” desparramada por la carretra, que encontrarle en nuestro jardín.

¿Qué hacen por nosotros?

No tendrían porqué hacer nada provechoso por el ser humano para justificar su existencia, pero también lo hacen. El sapo sale a cazar de noche y se alimenta de insectos —nocturnos, claro— precisamente aquéllos que se libran del control de las aves y depredadores diurnos. Si no hay sapos, los insectos de la noche se libran de sus enemigos (salvo que tenga musarañas) y verá mermar su huerta sin saber qué está pasando.

Si lo encuentra en su jardín, déjelo vivir. Y si lo ve en el camino de su casa, pare el coche en el arcén, debidamente señalizado, levántelo cuidadosamente y ayúdele a cruzar la calle. No le pedimos que lo bese, como haría una princesa con corazón de oro; bastará con que no le haga llorar.

Ranas. El anfibio más doméstico

Con su alegre canto dan un toque de alegría en las noches, aún frescas, de la primavera. Son graciosas y mucho más apreciadas que sus primos, los sapos. Las ranas forman parte de ese nutrido grupo de animalillos que conviven con nosotros durante la infancia, formando parte de nuestros juegos y travesuras, y un buen día, mirando atrás, nos damos cuenta de que ya han desaparecido de nuestras vidas, sin saber cuándo exactamente ni cómo.

¿Quién no ha cogido ranas en alguna charca durante sus vacaciones estivales, allá en los años muy mozos? Ranas, lagartijas, culebras… Bichos que nos eran por completo accesibles y que hoy seríamos incapaces de atrapar, y si lo hiciéramos sería a costa, probablemente, de dañarlos. ¿Dónde han ido a parar las simpáticas ranas de nuestra niñez? Pues… no se han ido a ningún sitio; siguen ahí para todo aquel capaz de ver con la curiosidad y el interés de un crío. Evidentemente, no las vamos a encontrar en las grandes capitales, pero en el resto de lugares no es difícil verlas. Aunque vivamos algo alejados de charcas y ríos, un buen día, descubrimos que en el jardín hay una rana. Esto no es infrecuente. ¿Cómo ha llegado ahí?

Nacidas de la tierra

Durante años podemos vivir en un tranquilo chalet, en un lugar más o menos natural de la España continental. No hay una humedad especial, ni ríos cercanos, ni estanques… Una primavera lluviosa, limpiando algún sumidero o alguna arqueta, descubrimos maravillados que entre el agua sucia del desagüe hay una pequeña y huidiza ranita. En otras ocasiones, la simpática e inesperada visita aparece poco después de haber instalado un estanque o una fuente en el jardín. En realidad, la rana no ha venido de ninguna parte; estaba ahí, enterrada en algún rincón húmedo del jardín, esperando el momento propicio para salir y dejar atrás la vida de lombriz y recuperar su vida de rana. La oiremos croar, la veremos tomar plácidamente el sol en las horas quietas del mediodía. Durante buena parte del verano nos acompañará con sus chapoteos y sus gorgoritos de anfibio enamoradizo, y un buen día de otoño, volverá a desaparecer.

No tan acuáticas

Los anfibios necesitan el agua para sobrevivir. La mayoría viven en el agua o cerca de ella durante los periodos reproductivos. Si exceptuamos a la común y corriente rana verde (Rana ridibunda), el resto de ranas de la fauna ibérica viven bastante felices lejos del agua: la diminuta ranita de San Antón entretiene el ocio en los árboles y arbustos, donde es frecuente oírla sumar su peculiar canto nocturno al de ruiseñores y otras aves insomnes. Ya lo dice el famoso verso de Perogrullo:

La rana canta en la rama;
¡qué buen día hará mañana!

Esta rana arborícola tiene unas expansiones discoidales en la punta de sus dedos que le permiten adherirse a las hojas de los árboles.

El resto de ranas hispanas tampoco son muy acuáticas: la rana patilarga (R. ibérica), que vive en altitud, cerca de arroyos de agua rápidas o sumida en las profundidades del bosque; la rana bermeja (R. temporaria) y la rana ágil (R. dalmatina) tampoco tienen inconveniente alguno en vivir alejadas del agua. En Colmenarejo nos tenemos que conformar con la rana común, que lo es bastante, como comunes son las charcas y arroyos estacionales.

Claro está que nos estamos refiriendo a los ejemplares adultos. Cuando la rana es un simple y voraz renacuajo, necesita imperiosamente el agua, y si esta falta o la charca se seca, muere irremisiblemente. Pero los adultos son otra cosa; se entierran y desentierran sin pudor, apareciendo aquí o allá después de años de ausencia. Por eso no es raro verlas aparecer como por arte de magia.

Una infancia difícil

El desarrollo de las ranas resume en unas pocas semanas el devenir de muchos seres vivos a lo largo de millones de años. Comienzan siendo un huevo, luego larvas (renacuajos) de vida acuática y respiración branquial y terminan siendo ranas adultas, con respiración pulmonar, capaces de prescindir del agua, con patas y órganos bien desarrollados. En pocas semanas recorren la peripecia que llevó a un pez, hace millones de años, a dejar su cómoda vida subacuática y adentrarse en tierra firme.

Caídas del cielo

La mágica y misteriosa vida de la rana alcanza cotas de leyenda en las míticas “lluvias de ranas”. Seguramente, alguno de ustedes haya oído a algún anciano relatar que en tal o cual lugar, allá por el año de Maricastaña, llovieron ranas. No se rían, no. El abuelete no chochea (al menos no por esta afirmación). Aunque es algo extraordinario, se han dado casos bien documentados de lluvias de ranitas, e incluso de peces; ¡cómo lo oyen! Es un fenómeno raro, asociado a fenómenos tormentosos del estío. Las fuertes corrientes ascendentes asociadas a estas tormentas son capaces de “succionar” literalmente el agua de charcas, con todo lo que contienen: barro, larvas, insectos, renacuajos, ranas y peces. La tormenta puede tardar en descargar incluso días. En ese tiempo, las corrientes ascendentes del cumulonimbo llevan de acá para allá a nuestros renacuajos y ranas, que son “descargados” a kilómetros de distancia de donde fueron “abducidos”.

Los opiliones

Como ya hemos comentado en otras ocasiones, el grupo de los artrópodos es el más numeroso de cuantos existen en la Tierra, ya que unas tres cuartas partes de las especies conocidas se incluyen dentro de este grupo.

Los insectos representan la mayor parte de los artrópodos, casi un millón de especies, en tanto que los crustáceos, miriápodos y arácnidos sólo tienen unas cien mil especies conocidas. El éxito de los artrópodos reside en su estructura corporal, ya que tienen un esqueleto externo rígido de quitina que les protege y que además está articulado, lo que les proporciona movilidad.

El cuerpo de los artrópodos está dividido en segmentos que se agrupan en tres partes (insectos y crustáceos), en dos (arácnidos) o que no se agrupan (miriápodos).

La clase de los arácnidos se caracteriza por su división corporal, ya que presentan unos segmentos unidos en una parte anterior o prosoma y el resto en una posterior u opistosoma. Tienen seis pares de apéndices, de los cuales, el primer par son los quelíceros, que tienen generalmente forma de pinza y sirven para sujetar el alimento y, en ocasiones, para inyectar el veneno que tienen en unas glándulas ubicadas en su interior. El segundo par son los pedipalpos, cuya función es básicamente táctil. El resto de los apéndices son patas marchadoras.

Los opiliones son arácnidos, vulgamente conocidos como “murgaños”, “patudos”, “segadores” o “papaíto patas largas”, entre otros. Se les reconoce precisamente por esto último, por presentar especies con unas patas extraordinariamente largas, de las cuales pueden desprenderse en cualquier momento si se encuentran atrapados, a pesar de que la pata perdida nunca se recupera, al contrario de lo que ocurre con otros arácnidos. El segundo par de patas es el más largo de todos y los opiliones lo usan para explorar el espacio que tienen delante. Cuando un opilión pierde estas patas pierde el instinto de comer, beber o aparearse, lo que sugiere que son importantes órganos sensoriales además de locomotores. Es difícil encontrar un individuo viejo con todas sus patas.

Tienen el cuerpo compacto y ovoide, es decir, presentan unido el prosoma y el opistosoma, y en la parte dorsal, sobre una prominencia más o menos abultada según la especie, se sitúan dos ojos simples y un par de orificios laterales que dan salida a las glándulas odoríferas o repugnatorias, que desprenden un olor en sitiuaciones de peligro que recuerda a las almendras amargas. Los quelíceros forman una pinza pero sin glándula de veneno, por lo que son totalmente inofensivos para el ser humano y los pedipalpos se asemejan a patas cortas que en ocasiones presentan pelos o protuberancias que ayudan a la detección y captura del alimento.

Dentro de este grupo se incluyen unas 3.500 especies en todo el planeta, que tienen patas que miden entre 1 mm y 16 cm de largo. La mayoría son tropicales ya que en Europa tan sólo hay alrededor de 50 especies, siendo la Península Ibérica la que mayor número presenta.

La mayoría de las especies de opiliones viven en el mantillo de hojarasca y el musgo de bosques húmedos, resguardados bajo las hojas, bajo piedras, recubriéndose de barro, en las zonas litorales o en cavernas. Pero algunos eligen el interior de nuestras casas para vivir. En estos casos, podemos encontrarlos en lugares oscuros y frescos, como pueden ser el garaje o la bodega, realizando una importante labor de limpieza de insectos en estas estancias. A diferencia de otros invertebrados no sobreviven mucho tiempo sin comida ni agua. Muchos son omnívoros, alimentándose de invertebrados vivos o muertos, restos orgánicos que encuentran entre cortezas de árboles, frutos caídos, hongos o materia vegetal en descomposición. A diferencia de otros arácnidos no digieren el alimento externamente, expulsando jugos gástricos y succionando los tejidos licuados, sino que lo succionan una vez que está fragmentado para digerirlo posteriormente en el intestino.

Los sistemas reproductores en los opiliones son únicos entre los arácnidos. El macho presenta un pene largo y tubular y la hembra una protuberante estructura denominada ovopositor que mide varias veces la longitud del cuerpo. La cópula, al contrario que en la mayoría de los arácnidos, se realiza directamente, sin cortejo previo. El macho y la hembra se colocan de frente y el pene del macho se extiende desde su orificio genital hasta el de la hembra, pasando entre los quelíceros femeninos y por debajo de su cuerpo hasta alcanzar el orificio genital femenino. Después de la fecundación, la hembra utiliza su ovopositor para hundirlo en el humus o la madera en descomposicion y depositar varios cientos de huevos aunque, como siempre, existe la excepción, ya que algunas especies sólo ponen uno. En otros casos, colocan los huevos en una tela colgada del hueco elegido como vivienda y son vigilados atentamente por la hembra. De los huevos salen las crías que realizan de 4 a 8 mudas hasta alcanzar el estado adulto. En ocasiones, podemos encontrar un centenar de opiliones jóvenes tapizando una grieta, dando la sensación, cuando se mueven todos a la vez, que es la roca la que se está moviendo.
Es muy sorprendente que seres tan pequeños y desvalidos como los opiliones generen tanto recelo irracional en el ser humano. Los opiliones son totalmente inofensivos y lejos de ser enemigos pueden constituirse en aliados contra algunos insectos que pueden transmitir enfermedades a animales o plantas. No tienen veneno, por lo tanto jamás podrán “picarnos”.
Hace 300 millones de años que están sobre la faz de la Tierra, ¿no se merecen un hueco en nuestro jardín?

La musaraña

La mayoría de nosotros no la verá jamás, como no sea en un documental televisivo. Su existencia pasará tan desapercibida que, incluso después de leer este artículo, albergará serias dudas de que tal animalejo conviva con usted y su familia. Y, sin embargo, es muy probable que dé cobijo en su jardín a la voraz y agresiva musaraña.

No se asuste; no pasa nada. Nuestra protagonista apenas mide 4 ó 5 centímetros y pesa menos que una moneda de dos euros. Además, entre su dieta no se incluye la carne humana; eso sería canibalismo, porque la pequeña musaraña —Musi, desde ahora— es familia lejana nuestra. Realmente es mucho más que eso. Nos explicaremos.

Hace unos 80 millones de años, cuando a los peliculeros dinosaurios empezaba a pintarles en bastos, un diminuto animalillo (más diminuto entonces, si lo comparamos con sus vecinos) buscaba la manera de hacerse un hueco en este mundo. La cosa no parece fácil teniendo en cuenta que Musi era hasta 4 millones de veces más pequeña que sus vecinos más espigados. Pero Musi, rodeada de reptiles gigantes, de insectos gigantes y de árboles gigantes, tenía varios ases en la manga.

Para empezar, Musi sabía mantener constante su temperatura (hay paleontólogos que afirman que los dinosaurios también lo hacían, pero no hay pruebas), lo cual es una enorme ventaja para colonizar cualquier tipo de ecosistema. También era capaz de hacer algo que entonces nadie sabía hacer: parir crías desarrolladas, en contraposición a los huevos que ponían, por ejemplo, los reptiles. Y hacía algo más: las alimentaba con un líquido muy nutritivo que segregaban unas glándulas que tenía en su milimétrico pecho. En la actualidad esto de parir una o varias crías y darles de mamar parece de lo más normal, pero en aquellos tiempos nadie sabía hacerlo. Pronto se vio que el sistema era muy exitoso. Permitía a los hijos de Musi crecer en su interior, seguros y a salvo, hasta alcanzar un desarrollo razonable. Una vez fuera de su madre, disponían de comida abundante y de gran calidad al alcance de la mano. De esta manera sus posibilidades de sobrevivir eran mayores que las de sus gigantescos vecinos, que tenían que buscarse la vida nada más eclosionar (eso, si un Oviraptor no los engullía cuando todavía eran huevo).

Nuestros “primeros padres”

Y la familia de Musi creció y creció, se diversificó, y aunque Musi siguió siendo más o menos como es hoy, sus parientes tomaron rumbos diferentes. Unos acabaron siendo gatos, otros murciélagos, otros vacas y otros… usted (no se ofenda). Y aquí estamos, teniendo a nuestra abuelita en el jardín y sin saberlo. Porque de nuestra pequeña musaraña, provenimos todos los mamíferos; es nuestro ancestro común. Si hacemos un gran árbol genealógico de todos los mamíferos, Musi estará en la base del tronco, con sus escasos 10 gramos, soportando toda la diversidad que han alcanzado sus descendientes y con el orgullo de ser la más antigua de todos.

Musi nos hace mucho bien

Y ahí la tiene, con más de 80 millones de años… y como el primer día. Su vida se reparte entre cazar, criar y dormir. Mientras hace buen tiempo, mantiene una frenética actividad cazando insectos con una voracidad legendaria. Su metabolismo es muy alto y necesita alimentarse con mucha frecuencia. Come cualquier insecto que ande por el suelo y si en su camino se topa con animales mucho mayores que ella, por ejemplo un ratón, los pone en fuga; porque, la verdad sea dicha, Musi tiene mal carácter. No dudará en atacar si se ve en la necesidad, de manera que si se topa con ella no intente cogerla o recibirá una buena dentellada de 1 milímetro.

Cuando no está limpiando nuestro jardín de insectos dañinos, está criando alguna de sus numerosas camadas, y cuando no cría ni come, duerme. Musi tiene uno de los letargos más profundos. Es entonces cuando puede encontrarla, durante los meses fríos, entre la hojarasca de algún arbusto rastrero y tupido. Parecerá muerta. Estará rígida y fría. No percibirá ni su latido cardiaco ni su respiración, porque son tan débiles y espaciados que parecen inexistentes. Pero no se confunda: está viva. Déjela en el lugar en que estaba o, si esto no es posible, busque otro escondido y al abrigo de miradas indiscretas. Puede guardarla en un terrario para ver cómo despierta en primavera, pero no se lo aconsejamos, porque Musi es muy sensible y puede morir de un ataque cardiaco al despertar y verle (no es nada personal).

No obstante, lo normal es que nunca encuentre una musaraña en su jardín. Sin embargo, Musi, sólo estará ausente de zonas muy extensamente urbanizadas (grandes ciudades, o zonas urbanas de localidades satélites). Si su chalet está en una zona tranquila, preferiblemente cerca de entornos más o menos naturales, su parcela tiene suficientes escondrijos y no es usted de los que se pasan el día fumigando para matar todo lo que se mueve… puede estar seguro de que cada atardecer, al renacer las sombras, unos diminutos ojos surgidos de la noche de los tiempos le observarán con satisfacción: “¡Hay que ver, qué lejos ha llegado este nietecito!”

El murciélago

Desde un rincón oscuro y difuso de la estancia, unos pasos denotaron la presencia odiada. El azogue mudo de los espejos y el olor azufrado, mezclados con el hedor de materia en descomposición no dejaban lugar a la duda. La sombra se disipó lentamente y ante nuestra aterrorizada mirada, él, Nosferatu, se mostró en toda su fealdad. Abrió su capa, tomó la forma del vampiro y alzó el vuelo, dejando atrás el castillo y nuestra inocencia perdida

— Pues, empezamos bien. Por esta sección de la web han pasado ratas asquerosas —(la simpática musaraña)—, batracios venenosos —(el inofensivo sapo)—, reptiles coaguladores —(la tímida salamanquesa—)… pero hasta ahora todos eran hijos de Dios. Lo de este número es, en verdad, muy fuerte. Con esas cosas no se juega, oiga; porque todo el mundo sabe, hasta los naturales de los montes Cárpatos, que los murciélagos son algo más que simples… bichitos.

Sí, son mucho más que simples bichitos. De lo que no estamos seguros es de que todo el mundo sepa el porqué. Nos parece que usted se está refiriendo a otra cosa.

Me estoy refiriendo a lo que me estoy refiriendo, no se haga el tonto. Y deje de hablar en plural. ¡Ni que fuera el obispo de Roma!

Creemos —creo— que está usted buscando un componente sobrenatural a nuestro (mi) amigo de este mes. Un murciélago no es un vampiro.

¡Ni lo mente! No todos los murciélagos serán vampiros, pero ¿cómo distingo yo a los que sí lo son? ¿Pongo el cuello para ver cuáles se relamen y cuáles pasan de largo? ¡Venga ya! Les meto a todos en el mismo saco y cuando venga el Nosferatus ese le atizo con el bastón, como al resto. Y lo siento mucho si caen justos por pecadores. La vida es muy dura, señor mío.

En fin, creemos (creo) que no debería usted leernos tanto; al menos por la noche deje el ordenador y relájese con algo del Deuteronomio. ¡Pero no se vaya, hombre, que vamos a contarle algunas cosas del murciélago! ¡Vaya! Se ha marchado.
A pesar de la oposición de este señor, a pesar de que nuestro animalito trasciende lo humano y se sumerge en las tinieblas de lo sobrenatural, a pesar de que para la mayoría de ustedes es sólo una presencia tenebrosa en las noches de acetato rancio de La 2, vamos a hablar del murciélago.

Una evolución drástica

Como ustedes saben, el murciélago —Murci, desde ahora— es un mamífero, como usted y como yo.

¡Quieto ahí!, que yo todavía estoy vivito y coleando; no me compare con “eso”.

En algún momento de la prehistoria —se cree que en el Cretácico— se desgajó una rama de los mamíferos insectívoros que dio lugar a los quirópteros (nombre científico de nuestros amigos de esta ocasión). Pero lo fantástico del murciélago, lo que le hace verdaderamente especial, es que su diferenciación y su posterior evolución ha sido drástica, tajante, como pocos ejemplos existen en la zoología. Quizá junto a los cetáceos (ballenas, delfines, y otros animales que gozan del unánime favor popular) han protagonizado el viaje más fantástico a través de la evolución. Si los cetáceos, que acabamos de nombrar, abandonaron la tierra y se adentraron en las aguas, nuestros amigos desafiaron la gravedad y se erigieron en sorprendentes y magníficos seres voladores. Pero, mientras el simpático delfín o la majestuosa ballena tienen un señor cerebro, capaz de millones de sinapsis, combinaciones, mutaciones, elaboraciones y evoluciones, el murciélago es un pequeñísimo animal que raramente sobrepasa los 30 gramos y que en muchas especies no llega a 6. Es, en definitiva, una antiquísima musaraña con alas, un radar, gran inteligencia y una exquisita sensibilidad para organizar su vida social.
El camino que nuestro Murci tuvo que seguir para llegar a ser lo que es hoy fue notable. Primeramente modificó profundamente su esqueleto, con un desarrollo espectacular de sus dedos. También agrandó las membranas interdigitales hasta lograr unas finísimas y resistentes alas. Pero eso no era suficiente. Por aquellos tiempos ya surcaban el cielo las herederas del imperio reptil: las aves. Y competir contra ellas era tarea compleja. Ellas volaban mejor, sabían planear muy bien, y la inmensa mayoría se alimentaban de insectos, como nuestro murciélago… eso sin contar a las que se alimentaban de murciélagos. Ante este complicado panorama, ¿qué hacer? Pues salir de noche, como hacía la musaraña. Si eres feo, pequeño, no vuelas muy bien pero eres listo, duerme de día; y de noche, que todo está repleto de insectos nocturnos que nadie molesta, te puedes poner ciego a comer. Y eso fue lo que hizo Murci, ocupar un nicho ecológico —vaya expresión más desafortunada— por el que pocos se interesaban.

La puesta a punto final

Necesitó un par de ajustes más para tener la máquina a punto. Moviéndose en la oscuridad, los ojos pueden evolucionar y ser tan eficientes como los del gato, pero para distinguir en vuelo un coleóptero de 5 mm no hay evolución ocular que valga. El gato es capaz de optimizar la luz lunar o residual y ver 10 veces más de lo que vemos nosotros. Pero de ahí a distinguir y cazar en vuelo un mosquito nocturno que evoluciona anárquicamente hay un abismo. ¿Cómo cruzarlo? Pues de manera análoga a como lo hicieron sus hermanos que optaron por el medio acuático. Delfines y ballenas eligieron el sonar; Murci eligió su versión de superficie: el radar.

Para Murci fue más complejo, porque no es lo mismo saber por donde andas cuando nadas a 20 kilómetros a la hora y con cambios ligeros de dirección, a volar al doble de velocidad, con el estruendo del batir de tus propias alas, y con movimientos impredecibles y giros vertiginosos de ciento ochenta grados. Y si encima tienen que cazar un insecto en vuelo… ¡es para nota!

La aviónica de a bordo

El murciélago hace todo eso. Emite ultrasonidos a través de su boca (en algunas especies a través de la nariz) y con los ecos dibuja un mapa tridimensional tan perfecto que es capaz de desenvolverse en una habitación surcada de finos cables sin ni siquiera rozar un ala (experimento real). Hay especies arbóreas en las que toda la vida transcurre entre ramas, hojas y troncos de una selva. ¡Y no suelen tropezar! Lógicamente, el bueno de Murci no ve muy bien con los ojos.

Vida social

Cuando llega el invierno, Murci se refugia en una casa abandonada o una cueva y allí conoce a bastantes chicos. Tiene sus escarceos, pero como es una mujer responsable, sabe que sin tomar medidas, su hijito —suele tener uno sólo— nacería en pleno invierno y moriría de frío. Para evitarlo, conserva dentro de sí los espermatozoides de su marido y no les da permiso para fecundar su óvulo hasta llegada la primavera. Es entonces cuando nace el pequeño Murcito. Para evitar líos, todas las hembras se ponen de acuerdo y expulsan a los machos de la cueva/casa hasta que los murcitos son grandes. De manera que de primavera a otoño, los murciélagos macho vagan, aburridos, sin el consuelo de un partido de fútbol o un buen bar de copas. ¡Vaya vida!

Los creadores de la ciudad-dormitorio

Todos estos acontecimientos los llevan a cabo en enormes colonias, que pueden sobrepasar el millón de individuos. Durante el día, cada Murci cuida y amamanta (sí señores, amamanta) a su pequeño, pero al llegar la noche, necesitan comer y salen a dar un garbeo. Es entonces cuando entra en funcionamiento la guardería colectiva: cada madre da de comer al bebé que se le acerca, sea o no el suyo. Y cuando llega el día y todos vuelven a la cueva, cada madre encuentra a su hijo. ¿Cómo? Es a la salida del colegio y tenemos dificultades para distinguir a nuestros hijos, imagínese entre 500.000 mil niños todos más o menos iguales.

Estas colonias de Murcis, hacen palidecer a nuestras ciudades-dormitorio. Y, sin embargo, no hay atascos a la salida; ni problemas de guardería; ni niños abandonados…

La oveja negra

No podemos dar por terminado este artículo, sin referirnos al primo de suramérica que tanto mal ha hecho al bueno de Murci. Sí, nos estamos refiriendo al vampiro. A nivel mundial, el 90% de las especies de murciélago es insectívora, el 9,9% comen fruta y un 0,1%… chupan sangre; un porcentaje menor que el que representan los ejecutivos de banca. Bromas aparte, incluso este 0,1% de auténticos vampiros son un ejemplo de dulzura. Su beso succionador es el más suave, cálido y reconfortante de los besos. No se conforman con inocular un analgésico que evita todo dolor a su víctima, sino que aplican un anticoagulante para poder darse prisa en tomar su dósis y hacer más liviano el papel de zombi. Hay que aclarar que estos vampiros no muerden pálidas doncellas sino vacas, y que no desangran a sus víctimas, sino que chupan sólo aquello que necesitan —que es muy poco— y que no afecta a la vitalidad del ganado. De hecho, la vaca en cuestión ni se entera; es mucho peor caer en las fauces de una mosca cojonera que en los suaves brazos de un murciélago vampiro suramericano. ¡Y, encima, con ese acento embriagador…!

Comments

muy buena descripción de la causalidad en la evolución de murci

Aunque para mi le sobra la primera parte, me parece que el artículo bosqueja perfectamente gran parte de la solución del misterio de la evolución del muriciélago. Hoy en día este animal sirve de triste referencia a los creacionistas para «argumentar» a favor del designio inteligente contra la selección natural. Sin embargo, lo que subyace en el artículo, la competencia con las aves, partiendo de las musarañas (tres especies nocturnas utilizan ecosonidos para comunicarse), y la absoluta necesidad de poder seleccionar este nicho antes que ellas, bosquejan una posible solución al enigma de por qué no fué un ave, sino un mamífero semi-preparado, el que colonizó el nicho de los insectos nocturnos. Sería precisamente esto, estar colocado en la línea de salida en ventaja frente a las aves por los ecosonidos, lo que hizo mejorar, probablemente en paralelo, el vuelo y el radar a esas musarañas originales sin que las aves pudieran evolucionar tan rápido.

El misterio de la falta de fósiles, posiblemente porque los restos quedan atrapados en troncos o cuevas, se irá desvelando sin duda en el futuro.

Mariquitas

pulgones y mariquita
pulgones y mariquita

En general —salvo tal vez individuos verdaderamente malvados, con un perfil psicológico dañino, capaces de acelerar en los pasos de cebra al paso de un colegio y de vender leche para bebés caducada— todo el mundo quiere a las mariquitas. Es un insecto que cae bien. Y, ¿por qué cae bien? Pues vaya usted a saber.

¿Me quieren por lo que soy?

No pensamos que se respeta a la mariquita por su contribución efectiva al control de plagas. Eso lo saben los entomólogos, los agricultores comprometidos con la ecología y los expertos en la lucha biológica contra plagas. Al resto, la mariquita nos parece simplemente simpática y por eso no la pisamos, la dejamos evolucionar entre nuestros dedos y cuando parte volando con esa torpeza propia de los escarabajos, sentimos una satisfacción que sólo el rey de la selva es capaz de sentir: “Vuela libre, mariquita, yo te lo permito”. La buena de la mariquita no sabe la suerte que tiene de caernos bien. Y nosotros tenemos aún más suerte de que la mariquita nos caiga bien, porque ella hace por nosotros mucho más que nosotros por ella.

 

La mariquita es un Coleóptero, el orden más nutrido de los insectos con más de 250.000 especies conocidas (échele otras 100.000 que nos quedaremos sin conocer, al paso que vamos). Parientes de la mariquita son los insectos más grandes, como los escarabajos Hércules o Goliat, con más de 100 gramos de peso (¿se imagina?) y también algunos de los más diminutos, con apenas medio milímetro de longitud.

Nuestra simpática mariquita es, como todos los escarabajos, capaz de volar. Prefiere deambular por los tallos repletos de pulgón, pero si se la molesta o las hormigas se ponen muy pesadas, abre sus elitros (las falsas alas típicamente decoradas), despliega sus alas, y a volar.

El lado desagradable de la mariquita

La amable mariquita tiene una paciencia limitada. Si se la incordia mucho se va volando, como ya hemos comentado, pero si se persiste o incluso se le hace daño y no se la permite volar, se defiende con el recurso de los seres heróicos: con su propia sangre. Realiza una sangría voluntaria, de un color ocre y de un olor desagradable y persistente que invita a dejarla en paz. Ella lo avisa —para eso son esos colores tan llamativos— y el que avisa no es traidor.

Las mariquitas son varias, aunque la más común es la roja con siete puntos. Linneo, el padre de la taxonomía (la ciencia de nombrar y clasificar especies) se fijó en el número de puntos para denominarlas. Y así, a la de siete puntos la llamó septempunctata; a la de dos puntos, bipunctata; a la de veintidós, vigintiduopunctata; y cuando al bueno de Linneo le tocó contar los de una variedad verdaderamente repleta de puntos negros se lió y contó veinticuatro puntos, por lo que la llamo vigintiquatuorpunctata. ¡Vaya por Dios! La Subcocinella vigintiquatuorpunctata puede tener dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve e incluso veinte puntos, pero nunca veinticuatro. ¡Nadie es perfecto!

La mariquita es una formidable arma para la lucha biológica contra las plagas. En algunos viveros, dónde la fumigación acabaría con los insectos polinizadores y, por tanto, con la producción hortícola, se utiliza a la mariquita para frenar el avance del pulgón, la cochinilla y otros insectos capaces de producir plagas.

Ya sabemos por qué nos tiene que caer bien la mariquita. Su larva es aún más voraz. La identificará fácilmente: es alargada, negra y con algunos puntos naranjas.

El lirón

lironTodos cuantos pasen de los cuarenta, recordarán con admiración aquellos inolvidables episodios de El hombre y la Tierra, del llorado Félix Rodríguez de la Fuente. Y de todos los animales grandes y pequeños que descubrimos guiados de su docta mano, uno resuena aún en los oídos de muchos de nosotros, con aquella peculiar e irrepetible dicción del amigo Félix: El lirón careto.

Para los que entonces éramos de ciudad, aquello del lirón careto sonaba a tierras vírgenes y parajes perdidos en alguna serranía ibérica. Para la gente de campo que veía los episodios en el bar de la plaza o en el casino, era la muxa (si era vasco), la rata sellarda (en Cataluña) o simplemente la rata. Pero, poco a poco, este simpatiquísimo roedor, fue dejando atrás tan despectivos apelativos, totalmente ajenos a su naturaleza, y empezó a labrarse un lugar más digno entre nosotros. Pero murió Félix, y el lirón careto volvió a la oscuridad de la memoria y de los bosques.

Tocado por los dioses

El más simpático y común de los lirones —el lirón careto— tiene un hermano menos agraciado y de mayor tamaño —el lirón gris—, que en España sólo podemos encontrar en el norte. Carece de las manchas oscuras que, a modo de antifaz, dan ese peculiar aspecto al careto —además de adjetivar su nombre— y su cola es toda ella peluda, a diferencia de la del careto, que sólo tiene pelo en un llamativo penacho terminal, blanco y negro. Esta cola es su seguro de vida, pues en caso de necesidad la pierde fácilmente, como si fuera una lagartija.

El origen del lirón careto se remonta a los tiempos en que las hadas reinaban en los bosques, de esto hace muchísimos años, cuando sólo existían lirones grises. Cuenta la leyenda, que mamá lirón tuvo una camada de ocho lironcitos. Después de nacer, les colocó en fila para pasar revista mientras les iba poniendo nombre:

—Tú tienes los bigotes muy grandes; te llamaré Bigotón. Tú te pareces mucho a tu padre; te llamaré Vagote. Tú…
Y así, sucesivamente, fue dando nombre a todos y cada uno de los pequeños lirones grises. Al llegar al último, pegó un respingo:

—¿Y tú, de dónde has sacado esa cara? Vaya careto más feo, todo manchado. A ti no te pongo nombre porque no quiero ni verte.

El resto de hermanos se echaron a reír, gritando a coro:

—¡Vaya careto, vaya careto!

A partir de ese día, el pequeño lirón creció siendo el hazmerreír de todos sus hermanos. No le permitían participar en los juegos, sólo podía comer lo que los demás rechazaban, e incluso tenía que ocultarse de su padre, que había jurado quitarle de en medio si le encontraba, porque —según decía— aquel lirón tan feo no podía ser hijo suyo.

Así pasaron los años, y el pequeño lirón aprendió a estar solo, a ocultarse de su padre, a evitar las burlas de sus hermanos y la dolorosa indiferencia de su madre. Mientras que los otros lirones crecían fuertes, Careto —así le llamaban— ganaba peso con dificultad y su cola, lejos de ser peluda como la de los otros, tan solo conservaba un penacho final de pelo. Cada noche, después del festín de frutas y semillas que se daban los otros lirones, él se acercaba, sigiloso, a comer lo poco que le habían dejado. Aprendió a hacer de tripas corazón y tuvo que incluir en su dieta cosas como escarabajos, cucarachas, gusanos y otros bichos asquerosos que si bien le repugnaban, al menos le permitían sobrevivir.

Una noche en que, como tantas otras, lloraba su desdicha a la orilla del estanque, se le acercó el hada Buena.

—Hola, pequeño lirón. Llevo años escuchando tu llanto y he decidido cambiar el rumbo de tu historia. Quiero que sepas que tú y tus descendientes seréis los más apreciados de entre los lirones. Poblaréis la mayor parte de los bosques y seréis la admiración de todas las criaturas. El gato Montés y la gineta Feroz no podrán daros caza, y viviréis felices por siempre jamás.

— Te agradezco mucho tus palabras de consuelo, pero no necesitas engañarme. Yo sé que no tendré descendencia porque todas las lironas se ríen de mí. Y no llegaré a viejo: Si no me pilla mi padre, lo hará Feroz, Montés o el pollito Gavilán. Estoy resignado a mi destino.

—No olvides mis palabras, pequeño lirón.

Y dicho esto, el hada Buena desapareció entre la bruma del estanque.

Pasó el verano, y el otoño preludió la llegada del frío. Apremiaba el tiempo, y la familia de Careto se entregó a una desaforada búsqueda de provisiones para pasar el invierno. Recogían y recogían, llevando todo a la madriguera. Careto, como siempre, les seguía a distancia, alimentándose de lo que dejaban caer; media nuez, unas bayas de serbal…

Un día, de pronto, apareció Feroz. Salió entre los árboles como una centella y cuando quisieron darse cuenta ya se había comido a Bigotón y a Vagote. Todos corrieron hacia la madriguera, pero se habían alejado mucho y la gineta les fue dando alcance uno a uno. Careto, incapaz de observar tan cruel espectáculo desde su escondite entre los arbustos, saltó ante la gineta para atraer su atención y permitir la huida de su familia.

—No tengas cuidado, Careto —dijo la gineta— que a ti también te voy a echar el diente, pero primero me comeré a tus hermanos, que están bastante más rollizos que tú.

Y así lo hizo. A la carrera, iba dando alcance uno a uno a los lirones, mientras Careto, a su lado, le gritaba:

—¡Ven a por mí, si eres valiente!

Pero la gineta tenía bocados más apetitosos. Careto presenció como en pocos segundos, Feroz acabó con toda la familia. Ya sólo quedaba él, corriendo aterrado ante la gineta y ya cerca de la madriguera.

—Mmmm… ¡Estaban deliciosos! Pero me he quedado con un poco de “gusa”, de manera que también te voy a comer a ti, saco de pelos.

Careto ya divisaba la madriguera. Pero sentía en su cola el aliento fétido de la cruel gineta.

—A ver esa cola tan vistosa; trae acá que la eche mano, que por algún sitio hay que empezar a comer.

El pequeño lirón sintió que todo acababa. Notó una garra sujetar con firmeza el extremo de su cola; cerró sus ojos y, sin dejar de mover sus pequeñas patitas, se encomendó al hada Buena. Entonces ocurrió el milagro. Careto dejó de percibir el aliento de la gineta; sin dejar de mover sus patas, abrió los ojos y se encontró ante la madriguera. Entró rápidamente y ya a salvo se atrevió a mirar atrás. A unos veinte metros, la gineta, enfurecida, mordía y arañaba una cola de lirón. Careto acercó su patita y se palpó el lugar donde siempre había tenido una cola… pero no había nada. No sangraba ni existía dolor alguno. Aturdido y asombrado no podía reaccionar. A su alrededor, montones de frutos, nueces, castañas y bayas decoraban la que fuera casa de su familia y ahora era su casa. Y en el exterior, había comenzado a nevar mientras la gineta se alejaba mascullando maldiciones contra las colas y los lirones.

Superviviente nato

Esto paso hace muchos años. El hada Buena cumplió su promesa y desde entonces, cada vez que un gato o una gineta tratan de atrapar a un lirón careto, se quedan con su cola entre los dientes… y nada más. Y no solo esto; el hada cumplió en todo. El lirón careto habita una zona mucho más extensa que su pariente, sigue siendo algo más pequeño, pero sabe defenderse mucho mejor.

Es asiduo de huertas, jardines, parques… e incluso es fácil que llegue a colarse en casa. Duerme de octubre a abril, en oquedades de los árboles o rendijas de las rocas. Es bastante temerario, no en vano su cola-señuelo le hace sentirse seguro. Le hemos visto pasear por la mismísima puerta de Babitín Serrano —el temible gato rojo— casi como provocando. Así es el lirón careto. No es fácil que le vea, pero deje unas nueces en el rincón más oscuro del jardín y verá como acaban desapareciendo.