Archivo de la categoría: Sin categoría

El sapo

Para ejemplarizar cómo hasta el ser más horrendo debe ser amado y respetado, la literatura infantil eligió al pobre sapo como paradigma de todo lo feo y repugnante. Bien es cierto que con afán educativo, porque bastaba un simple beso para convertirlo en un apuesto príncipe casadero.

Han cambiado mucho las cosas; los príncipes permanecen solteros y a los sapos no les besan ni las princesas. El sapo, antaño protagonista de cuentos de hadas, va camino de representar su propia extinción en un teatro repleto de hombres y mujeres que no prestan la menor atención al espectáculo. En esta web nos va tocar hablar de animales que, de seguir así las cosas, dentro de pocos años sólo se podrán contemplar en las enciclopedias. El sapo común es uno de ellos. Se va quedamente, sin pena ni gloria; sin despertar en nosotros la menor sensación de pérdida. El bueno del sapo, ese bicho por enésima vez maligno, venenoso, capaz de emponzoñar las aguas de un abrevadero hasta el extremos de tener que sacrificar las reses que en él abreven… se extingue. Alguien dirá que exageramos, pero, pregúntense: ¿cuántas veces vieron sapos en su infancia? ¿Cuántos ven ahora?

El primero de la clase en muchas asignaturas

Todo empezó —como casi siempre— hace muchos millones de años. El mar estaba bastante bien colonizado por multitud de invertebrados y algunos vertebrados. Un buen día, uno de ellos sintió curiosidad y se acercó a la orilla: era el abuelo del sapo. Miró aquí y allá, y con el espíritu inconformista y emprendedor de los pioneros, decidió que aquella masa terrosa merecía ser explorada. Y de pez, se convirtió en anfibio, como nuestro sapo. Lo que vio fuera del agua no debió cautivarle por completo porque tanto él como sus descendientes nunca dejaron de depender del agua en algún momento de su vida. Y llevan en este equilibrio inestable muchísimos millones de años; muchos más que los famosos dinosaurios (referencia obligada cuando se habla de bichos/millones de años).

Las primeras lágrimas

Los anfibios fueron los primeros en desembarcar, pero también lo fueron en tener un oído como Dios manda (con sus huesecillos y su oído medio), en disponer de patas pares, en proteger sus ojos con párpados y en tener glándulas lacrimales. Por tanto, las primeras lágrimas que humedecieron la tórrida arena del mesozoico fueron derramadas por el abuelo del sapo.

Menos veneno

La leyenda negra del sapo hunde sus orígenes en su presunto carácter venenoso. El sapo, como todos los anfibios, tiene unas glándulas en la piel capaces de segregar una sustancia maloliente y tóxica que llega a afectar las mucosas del ser humano. Es un animal poco apetitoso y por ello le respetan casi todos los depredadores. Pero una cosa es disponer de las armas y otra muy distinta utilizarlas. Los animales no son tontos y no se dedican a derrochar sus exiguos medios de defensa. Si se les trata con delicadeza o, simplemente, no se les trata, la mayor parte de animales potencialmente peligrosos son completamente inofensivos. Pero volvamos al sapo.

Infatigable viajero

La vida de una sapo pasa por muchas vicisitudes, inimaginables para usted y para mí. Para empezar, el sapo nace como una retahíla de huevos de muchos centímetros de larga que pone su mamá. La deposita en el agua y es la única vez en la vida de nuestro amigo que necesita imperiosamente del líquido elemento. Estos huevos eclosionan y salen los renacuajos, que van sufriendo metamorfosis hasta convertirse en individuos sapos con aspecto de sapos. En esto invierten de 2 a 3 meses. Y mientras tanto, se alimentan de algas en su charca. El sapito adulto lleva una vida discreta hasta que le llega la época del celo. Entonces necesita encontrar novia o novio y para ello emprende larguísimos viajes hacia lugares húmedos o encharcados. Y es ésta pequeña migración la que los pone al descubierto y los hace vulnerables. Mueren atropellados en las carreteras o víctimas del perjuicio y la ignorancia.

En Colmenarejo, el sapo común ya es el menos común de los sapos. Es más fácil verle atropellado, con toda su enorme “humanidad” desparramada por la carretra, que encontrarle en nuestro jardín.

¿Qué hacen por nosotros?

No tendrían porqué hacer nada provechoso por el ser humano para justificar su existencia, pero también lo hacen. El sapo sale a cazar de noche y se alimenta de insectos —nocturnos, claro— precisamente aquéllos que se libran del control de las aves y depredadores diurnos. Si no hay sapos, los insectos de la noche se libran de sus enemigos (salvo que tenga musarañas) y verá mermar su huerta sin saber qué está pasando.

Si lo encuentra en su jardín, déjelo vivir. Y si lo ve en el camino de su casa, pare el coche en el arcén, debidamente señalizado, levántelo cuidadosamente y ayúdele a cruzar la calle. No le pedimos que lo bese, como haría una princesa con corazón de oro; bastará con que no le haga llorar.

Ranas. El anfibio más doméstico

Con su alegre canto dan un toque de alegría en las noches, aún frescas, de la primavera. Son graciosas y mucho más apreciadas que sus primos, los sapos. Las ranas forman parte de ese nutrido grupo de animalillos que conviven con nosotros durante la infancia, formando parte de nuestros juegos y travesuras, y un buen día, mirando atrás, nos damos cuenta de que ya han desaparecido de nuestras vidas, sin saber cuándo exactamente ni cómo.

¿Quién no ha cogido ranas en alguna charca durante sus vacaciones estivales, allá en los años muy mozos? Ranas, lagartijas, culebras… Bichos que nos eran por completo accesibles y que hoy seríamos incapaces de atrapar, y si lo hiciéramos sería a costa, probablemente, de dañarlos. ¿Dónde han ido a parar las simpáticas ranas de nuestra niñez? Pues… no se han ido a ningún sitio; siguen ahí para todo aquel capaz de ver con la curiosidad y el interés de un crío. Evidentemente, no las vamos a encontrar en las grandes capitales, pero en el resto de lugares no es difícil verlas. Aunque vivamos algo alejados de charcas y ríos, un buen día, descubrimos que en el jardín hay una rana. Esto no es infrecuente. ¿Cómo ha llegado ahí?

Nacidas de la tierra

Durante años podemos vivir en un tranquilo chalet, en un lugar más o menos natural de la España continental. No hay una humedad especial, ni ríos cercanos, ni estanques… Una primavera lluviosa, limpiando algún sumidero o alguna arqueta, descubrimos maravillados que entre el agua sucia del desagüe hay una pequeña y huidiza ranita. En otras ocasiones, la simpática e inesperada visita aparece poco después de haber instalado un estanque o una fuente en el jardín. En realidad, la rana no ha venido de ninguna parte; estaba ahí, enterrada en algún rincón húmedo del jardín, esperando el momento propicio para salir y dejar atrás la vida de lombriz y recuperar su vida de rana. La oiremos croar, la veremos tomar plácidamente el sol en las horas quietas del mediodía. Durante buena parte del verano nos acompañará con sus chapoteos y sus gorgoritos de anfibio enamoradizo, y un buen día de otoño, volverá a desaparecer.

No tan acuáticas

Los anfibios necesitan el agua para sobrevivir. La mayoría viven en el agua o cerca de ella durante los periodos reproductivos. Si exceptuamos a la común y corriente rana verde (Rana ridibunda), el resto de ranas de la fauna ibérica viven bastante felices lejos del agua: la diminuta ranita de San Antón entretiene el ocio en los árboles y arbustos, donde es frecuente oírla sumar su peculiar canto nocturno al de ruiseñores y otras aves insomnes. Ya lo dice el famoso verso de Perogrullo:

La rana canta en la rama;
¡qué buen día hará mañana!

Esta rana arborícola tiene unas expansiones discoidales en la punta de sus dedos que le permiten adherirse a las hojas de los árboles.

El resto de ranas hispanas tampoco son muy acuáticas: la rana patilarga (R. ibérica), que vive en altitud, cerca de arroyos de agua rápidas o sumida en las profundidades del bosque; la rana bermeja (R. temporaria) y la rana ágil (R. dalmatina) tampoco tienen inconveniente alguno en vivir alejadas del agua. En Colmenarejo nos tenemos que conformar con la rana común, que lo es bastante, como comunes son las charcas y arroyos estacionales.

Claro está que nos estamos refiriendo a los ejemplares adultos. Cuando la rana es un simple y voraz renacuajo, necesita imperiosamente el agua, y si esta falta o la charca se seca, muere irremisiblemente. Pero los adultos son otra cosa; se entierran y desentierran sin pudor, apareciendo aquí o allá después de años de ausencia. Por eso no es raro verlas aparecer como por arte de magia.

Una infancia difícil

El desarrollo de las ranas resume en unas pocas semanas el devenir de muchos seres vivos a lo largo de millones de años. Comienzan siendo un huevo, luego larvas (renacuajos) de vida acuática y respiración branquial y terminan siendo ranas adultas, con respiración pulmonar, capaces de prescindir del agua, con patas y órganos bien desarrollados. En pocas semanas recorren la peripecia que llevó a un pez, hace millones de años, a dejar su cómoda vida subacuática y adentrarse en tierra firme.

Caídas del cielo

La mágica y misteriosa vida de la rana alcanza cotas de leyenda en las míticas “lluvias de ranas”. Seguramente, alguno de ustedes haya oído a algún anciano relatar que en tal o cual lugar, allá por el año de Maricastaña, llovieron ranas. No se rían, no. El abuelete no chochea (al menos no por esta afirmación). Aunque es algo extraordinario, se han dado casos bien documentados de lluvias de ranitas, e incluso de peces; ¡cómo lo oyen! Es un fenómeno raro, asociado a fenómenos tormentosos del estío. Las fuertes corrientes ascendentes asociadas a estas tormentas son capaces de “succionar” literalmente el agua de charcas, con todo lo que contienen: barro, larvas, insectos, renacuajos, ranas y peces. La tormenta puede tardar en descargar incluso días. En ese tiempo, las corrientes ascendentes del cumulonimbo llevan de acá para allá a nuestros renacuajos y ranas, que son “descargados” a kilómetros de distancia de donde fueron “abducidos”.

Los opiliones

Como ya hemos comentado en otras ocasiones, el grupo de los artrópodos es el más numeroso de cuantos existen en la Tierra, ya que unas tres cuartas partes de las especies conocidas se incluyen dentro de este grupo.

Los insectos representan la mayor parte de los artrópodos, casi un millón de especies, en tanto que los crustáceos, miriápodos y arácnidos sólo tienen unas cien mil especies conocidas. El éxito de los artrópodos reside en su estructura corporal, ya que tienen un esqueleto externo rígido de quitina que les protege y que además está articulado, lo que les proporciona movilidad.

El cuerpo de los artrópodos está dividido en segmentos que se agrupan en tres partes (insectos y crustáceos), en dos (arácnidos) o que no se agrupan (miriápodos).

La clase de los arácnidos se caracteriza por su división corporal, ya que presentan unos segmentos unidos en una parte anterior o prosoma y el resto en una posterior u opistosoma. Tienen seis pares de apéndices, de los cuales, el primer par son los quelíceros, que tienen generalmente forma de pinza y sirven para sujetar el alimento y, en ocasiones, para inyectar el veneno que tienen en unas glándulas ubicadas en su interior. El segundo par son los pedipalpos, cuya función es básicamente táctil. El resto de los apéndices son patas marchadoras.

Los opiliones son arácnidos, vulgamente conocidos como “murgaños”, “patudos”, “segadores” o “papaíto patas largas”, entre otros. Se les reconoce precisamente por esto último, por presentar especies con unas patas extraordinariamente largas, de las cuales pueden desprenderse en cualquier momento si se encuentran atrapados, a pesar de que la pata perdida nunca se recupera, al contrario de lo que ocurre con otros arácnidos. El segundo par de patas es el más largo de todos y los opiliones lo usan para explorar el espacio que tienen delante. Cuando un opilión pierde estas patas pierde el instinto de comer, beber o aparearse, lo que sugiere que son importantes órganos sensoriales además de locomotores. Es difícil encontrar un individuo viejo con todas sus patas.

Tienen el cuerpo compacto y ovoide, es decir, presentan unido el prosoma y el opistosoma, y en la parte dorsal, sobre una prominencia más o menos abultada según la especie, se sitúan dos ojos simples y un par de orificios laterales que dan salida a las glándulas odoríferas o repugnatorias, que desprenden un olor en sitiuaciones de peligro que recuerda a las almendras amargas. Los quelíceros forman una pinza pero sin glándula de veneno, por lo que son totalmente inofensivos para el ser humano y los pedipalpos se asemejan a patas cortas que en ocasiones presentan pelos o protuberancias que ayudan a la detección y captura del alimento.

Dentro de este grupo se incluyen unas 3.500 especies en todo el planeta, que tienen patas que miden entre 1 mm y 16 cm de largo. La mayoría son tropicales ya que en Europa tan sólo hay alrededor de 50 especies, siendo la Península Ibérica la que mayor número presenta.

La mayoría de las especies de opiliones viven en el mantillo de hojarasca y el musgo de bosques húmedos, resguardados bajo las hojas, bajo piedras, recubriéndose de barro, en las zonas litorales o en cavernas. Pero algunos eligen el interior de nuestras casas para vivir. En estos casos, podemos encontrarlos en lugares oscuros y frescos, como pueden ser el garaje o la bodega, realizando una importante labor de limpieza de insectos en estas estancias. A diferencia de otros invertebrados no sobreviven mucho tiempo sin comida ni agua. Muchos son omnívoros, alimentándose de invertebrados vivos o muertos, restos orgánicos que encuentran entre cortezas de árboles, frutos caídos, hongos o materia vegetal en descomposición. A diferencia de otros arácnidos no digieren el alimento externamente, expulsando jugos gástricos y succionando los tejidos licuados, sino que lo succionan una vez que está fragmentado para digerirlo posteriormente en el intestino.

Los sistemas reproductores en los opiliones son únicos entre los arácnidos. El macho presenta un pene largo y tubular y la hembra una protuberante estructura denominada ovopositor que mide varias veces la longitud del cuerpo. La cópula, al contrario que en la mayoría de los arácnidos, se realiza directamente, sin cortejo previo. El macho y la hembra se colocan de frente y el pene del macho se extiende desde su orificio genital hasta el de la hembra, pasando entre los quelíceros femeninos y por debajo de su cuerpo hasta alcanzar el orificio genital femenino. Después de la fecundación, la hembra utiliza su ovopositor para hundirlo en el humus o la madera en descomposicion y depositar varios cientos de huevos aunque, como siempre, existe la excepción, ya que algunas especies sólo ponen uno. En otros casos, colocan los huevos en una tela colgada del hueco elegido como vivienda y son vigilados atentamente por la hembra. De los huevos salen las crías que realizan de 4 a 8 mudas hasta alcanzar el estado adulto. En ocasiones, podemos encontrar un centenar de opiliones jóvenes tapizando una grieta, dando la sensación, cuando se mueven todos a la vez, que es la roca la que se está moviendo.
Es muy sorprendente que seres tan pequeños y desvalidos como los opiliones generen tanto recelo irracional en el ser humano. Los opiliones son totalmente inofensivos y lejos de ser enemigos pueden constituirse en aliados contra algunos insectos que pueden transmitir enfermedades a animales o plantas. No tienen veneno, por lo tanto jamás podrán “picarnos”.
Hace 300 millones de años que están sobre la faz de la Tierra, ¿no se merecen un hueco en nuestro jardín?

La musaraña

La mayoría de nosotros no la verá jamás, como no sea en un documental televisivo. Su existencia pasará tan desapercibida que, incluso después de leer este artículo, albergará serias dudas de que tal animalejo conviva con usted y su familia. Y, sin embargo, es muy probable que dé cobijo en su jardín a la voraz y agresiva musaraña.

No se asuste; no pasa nada. Nuestra protagonista apenas mide 4 ó 5 centímetros y pesa menos que una moneda de dos euros. Además, entre su dieta no se incluye la carne humana; eso sería canibalismo, porque la pequeña musaraña —Musi, desde ahora— es familia lejana nuestra. Realmente es mucho más que eso. Nos explicaremos.

Hace unos 80 millones de años, cuando a los peliculeros dinosaurios empezaba a pintarles en bastos, un diminuto animalillo (más diminuto entonces, si lo comparamos con sus vecinos) buscaba la manera de hacerse un hueco en este mundo. La cosa no parece fácil teniendo en cuenta que Musi era hasta 4 millones de veces más pequeña que sus vecinos más espigados. Pero Musi, rodeada de reptiles gigantes, de insectos gigantes y de árboles gigantes, tenía varios ases en la manga.

Para empezar, Musi sabía mantener constante su temperatura (hay paleontólogos que afirman que los dinosaurios también lo hacían, pero no hay pruebas), lo cual es una enorme ventaja para colonizar cualquier tipo de ecosistema. También era capaz de hacer algo que entonces nadie sabía hacer: parir crías desarrolladas, en contraposición a los huevos que ponían, por ejemplo, los reptiles. Y hacía algo más: las alimentaba con un líquido muy nutritivo que segregaban unas glándulas que tenía en su milimétrico pecho. En la actualidad esto de parir una o varias crías y darles de mamar parece de lo más normal, pero en aquellos tiempos nadie sabía hacerlo. Pronto se vio que el sistema era muy exitoso. Permitía a los hijos de Musi crecer en su interior, seguros y a salvo, hasta alcanzar un desarrollo razonable. Una vez fuera de su madre, disponían de comida abundante y de gran calidad al alcance de la mano. De esta manera sus posibilidades de sobrevivir eran mayores que las de sus gigantescos vecinos, que tenían que buscarse la vida nada más eclosionar (eso, si un Oviraptor no los engullía cuando todavía eran huevo).

Nuestros “primeros padres”

Y la familia de Musi creció y creció, se diversificó, y aunque Musi siguió siendo más o menos como es hoy, sus parientes tomaron rumbos diferentes. Unos acabaron siendo gatos, otros murciélagos, otros vacas y otros… usted (no se ofenda). Y aquí estamos, teniendo a nuestra abuelita en el jardín y sin saberlo. Porque de nuestra pequeña musaraña, provenimos todos los mamíferos; es nuestro ancestro común. Si hacemos un gran árbol genealógico de todos los mamíferos, Musi estará en la base del tronco, con sus escasos 10 gramos, soportando toda la diversidad que han alcanzado sus descendientes y con el orgullo de ser la más antigua de todos.

Musi nos hace mucho bien

Y ahí la tiene, con más de 80 millones de años… y como el primer día. Su vida se reparte entre cazar, criar y dormir. Mientras hace buen tiempo, mantiene una frenética actividad cazando insectos con una voracidad legendaria. Su metabolismo es muy alto y necesita alimentarse con mucha frecuencia. Come cualquier insecto que ande por el suelo y si en su camino se topa con animales mucho mayores que ella, por ejemplo un ratón, los pone en fuga; porque, la verdad sea dicha, Musi tiene mal carácter. No dudará en atacar si se ve en la necesidad, de manera que si se topa con ella no intente cogerla o recibirá una buena dentellada de 1 milímetro.

Cuando no está limpiando nuestro jardín de insectos dañinos, está criando alguna de sus numerosas camadas, y cuando no cría ni come, duerme. Musi tiene uno de los letargos más profundos. Es entonces cuando puede encontrarla, durante los meses fríos, entre la hojarasca de algún arbusto rastrero y tupido. Parecerá muerta. Estará rígida y fría. No percibirá ni su latido cardiaco ni su respiración, porque son tan débiles y espaciados que parecen inexistentes. Pero no se confunda: está viva. Déjela en el lugar en que estaba o, si esto no es posible, busque otro escondido y al abrigo de miradas indiscretas. Puede guardarla en un terrario para ver cómo despierta en primavera, pero no se lo aconsejamos, porque Musi es muy sensible y puede morir de un ataque cardiaco al despertar y verle (no es nada personal).

No obstante, lo normal es que nunca encuentre una musaraña en su jardín. Sin embargo, Musi, sólo estará ausente de zonas muy extensamente urbanizadas (grandes ciudades, o zonas urbanas de localidades satélites). Si su chalet está en una zona tranquila, preferiblemente cerca de entornos más o menos naturales, su parcela tiene suficientes escondrijos y no es usted de los que se pasan el día fumigando para matar todo lo que se mueve… puede estar seguro de que cada atardecer, al renacer las sombras, unos diminutos ojos surgidos de la noche de los tiempos le observarán con satisfacción: “¡Hay que ver, qué lejos ha llegado este nietecito!”

El murciélago

Desde un rincón oscuro y difuso de la estancia, unos pasos denotaron la presencia odiada. El azogue mudo de los espejos y el olor azufrado, mezclados con el hedor de materia en descomposición no dejaban lugar a la duda. La sombra se disipó lentamente y ante nuestra aterrorizada mirada, él, Nosferatu, se mostró en toda su fealdad. Abrió su capa, tomó la forma del vampiro y alzó el vuelo, dejando atrás el castillo y nuestra inocencia perdida

— Pues, empezamos bien. Por esta sección de la web han pasado ratas asquerosas —(la simpática musaraña)—, batracios venenosos —(el inofensivo sapo)—, reptiles coaguladores —(la tímida salamanquesa—)… pero hasta ahora todos eran hijos de Dios. Lo de este número es, en verdad, muy fuerte. Con esas cosas no se juega, oiga; porque todo el mundo sabe, hasta los naturales de los montes Cárpatos, que los murciélagos son algo más que simples… bichitos.

Sí, son mucho más que simples bichitos. De lo que no estamos seguros es de que todo el mundo sepa el porqué. Nos parece que usted se está refiriendo a otra cosa.

Me estoy refiriendo a lo que me estoy refiriendo, no se haga el tonto. Y deje de hablar en plural. ¡Ni que fuera el obispo de Roma!

Creemos —creo— que está usted buscando un componente sobrenatural a nuestro (mi) amigo de este mes. Un murciélago no es un vampiro.

¡Ni lo mente! No todos los murciélagos serán vampiros, pero ¿cómo distingo yo a los que sí lo son? ¿Pongo el cuello para ver cuáles se relamen y cuáles pasan de largo? ¡Venga ya! Les meto a todos en el mismo saco y cuando venga el Nosferatus ese le atizo con el bastón, como al resto. Y lo siento mucho si caen justos por pecadores. La vida es muy dura, señor mío.

En fin, creemos (creo) que no debería usted leernos tanto; al menos por la noche deje el ordenador y relájese con algo del Deuteronomio. ¡Pero no se vaya, hombre, que vamos a contarle algunas cosas del murciélago! ¡Vaya! Se ha marchado.
A pesar de la oposición de este señor, a pesar de que nuestro animalito trasciende lo humano y se sumerge en las tinieblas de lo sobrenatural, a pesar de que para la mayoría de ustedes es sólo una presencia tenebrosa en las noches de acetato rancio de La 2, vamos a hablar del murciélago.

Una evolución drástica

Como ustedes saben, el murciélago —Murci, desde ahora— es un mamífero, como usted y como yo.

¡Quieto ahí!, que yo todavía estoy vivito y coleando; no me compare con “eso”.

En algún momento de la prehistoria —se cree que en el Cretácico— se desgajó una rama de los mamíferos insectívoros que dio lugar a los quirópteros (nombre científico de nuestros amigos de esta ocasión). Pero lo fantástico del murciélago, lo que le hace verdaderamente especial, es que su diferenciación y su posterior evolución ha sido drástica, tajante, como pocos ejemplos existen en la zoología. Quizá junto a los cetáceos (ballenas, delfines, y otros animales que gozan del unánime favor popular) han protagonizado el viaje más fantástico a través de la evolución. Si los cetáceos, que acabamos de nombrar, abandonaron la tierra y se adentraron en las aguas, nuestros amigos desafiaron la gravedad y se erigieron en sorprendentes y magníficos seres voladores. Pero, mientras el simpático delfín o la majestuosa ballena tienen un señor cerebro, capaz de millones de sinapsis, combinaciones, mutaciones, elaboraciones y evoluciones, el murciélago es un pequeñísimo animal que raramente sobrepasa los 30 gramos y que en muchas especies no llega a 6. Es, en definitiva, una antiquísima musaraña con alas, un radar, gran inteligencia y una exquisita sensibilidad para organizar su vida social.
El camino que nuestro Murci tuvo que seguir para llegar a ser lo que es hoy fue notable. Primeramente modificó profundamente su esqueleto, con un desarrollo espectacular de sus dedos. También agrandó las membranas interdigitales hasta lograr unas finísimas y resistentes alas. Pero eso no era suficiente. Por aquellos tiempos ya surcaban el cielo las herederas del imperio reptil: las aves. Y competir contra ellas era tarea compleja. Ellas volaban mejor, sabían planear muy bien, y la inmensa mayoría se alimentaban de insectos, como nuestro murciélago… eso sin contar a las que se alimentaban de murciélagos. Ante este complicado panorama, ¿qué hacer? Pues salir de noche, como hacía la musaraña. Si eres feo, pequeño, no vuelas muy bien pero eres listo, duerme de día; y de noche, que todo está repleto de insectos nocturnos que nadie molesta, te puedes poner ciego a comer. Y eso fue lo que hizo Murci, ocupar un nicho ecológico —vaya expresión más desafortunada— por el que pocos se interesaban.

La puesta a punto final

Necesitó un par de ajustes más para tener la máquina a punto. Moviéndose en la oscuridad, los ojos pueden evolucionar y ser tan eficientes como los del gato, pero para distinguir en vuelo un coleóptero de 5 mm no hay evolución ocular que valga. El gato es capaz de optimizar la luz lunar o residual y ver 10 veces más de lo que vemos nosotros. Pero de ahí a distinguir y cazar en vuelo un mosquito nocturno que evoluciona anárquicamente hay un abismo. ¿Cómo cruzarlo? Pues de manera análoga a como lo hicieron sus hermanos que optaron por el medio acuático. Delfines y ballenas eligieron el sonar; Murci eligió su versión de superficie: el radar.

Para Murci fue más complejo, porque no es lo mismo saber por donde andas cuando nadas a 20 kilómetros a la hora y con cambios ligeros de dirección, a volar al doble de velocidad, con el estruendo del batir de tus propias alas, y con movimientos impredecibles y giros vertiginosos de ciento ochenta grados. Y si encima tienen que cazar un insecto en vuelo… ¡es para nota!

La aviónica de a bordo

El murciélago hace todo eso. Emite ultrasonidos a través de su boca (en algunas especies a través de la nariz) y con los ecos dibuja un mapa tridimensional tan perfecto que es capaz de desenvolverse en una habitación surcada de finos cables sin ni siquiera rozar un ala (experimento real). Hay especies arbóreas en las que toda la vida transcurre entre ramas, hojas y troncos de una selva. ¡Y no suelen tropezar! Lógicamente, el bueno de Murci no ve muy bien con los ojos.

Vida social

Cuando llega el invierno, Murci se refugia en una casa abandonada o una cueva y allí conoce a bastantes chicos. Tiene sus escarceos, pero como es una mujer responsable, sabe que sin tomar medidas, su hijito —suele tener uno sólo— nacería en pleno invierno y moriría de frío. Para evitarlo, conserva dentro de sí los espermatozoides de su marido y no les da permiso para fecundar su óvulo hasta llegada la primavera. Es entonces cuando nace el pequeño Murcito. Para evitar líos, todas las hembras se ponen de acuerdo y expulsan a los machos de la cueva/casa hasta que los murcitos son grandes. De manera que de primavera a otoño, los murciélagos macho vagan, aburridos, sin el consuelo de un partido de fútbol o un buen bar de copas. ¡Vaya vida!

Los creadores de la ciudad-dormitorio

Todos estos acontecimientos los llevan a cabo en enormes colonias, que pueden sobrepasar el millón de individuos. Durante el día, cada Murci cuida y amamanta (sí señores, amamanta) a su pequeño, pero al llegar la noche, necesitan comer y salen a dar un garbeo. Es entonces cuando entra en funcionamiento la guardería colectiva: cada madre da de comer al bebé que se le acerca, sea o no el suyo. Y cuando llega el día y todos vuelven a la cueva, cada madre encuentra a su hijo. ¿Cómo? Es a la salida del colegio y tenemos dificultades para distinguir a nuestros hijos, imagínese entre 500.000 mil niños todos más o menos iguales.

Estas colonias de Murcis, hacen palidecer a nuestras ciudades-dormitorio. Y, sin embargo, no hay atascos a la salida; ni problemas de guardería; ni niños abandonados…

La oveja negra

No podemos dar por terminado este artículo, sin referirnos al primo de suramérica que tanto mal ha hecho al bueno de Murci. Sí, nos estamos refiriendo al vampiro. A nivel mundial, el 90% de las especies de murciélago es insectívora, el 9,9% comen fruta y un 0,1%… chupan sangre; un porcentaje menor que el que representan los ejecutivos de banca. Bromas aparte, incluso este 0,1% de auténticos vampiros son un ejemplo de dulzura. Su beso succionador es el más suave, cálido y reconfortante de los besos. No se conforman con inocular un analgésico que evita todo dolor a su víctima, sino que aplican un anticoagulante para poder darse prisa en tomar su dósis y hacer más liviano el papel de zombi. Hay que aclarar que estos vampiros no muerden pálidas doncellas sino vacas, y que no desangran a sus víctimas, sino que chupan sólo aquello que necesitan —que es muy poco— y que no afecta a la vitalidad del ganado. De hecho, la vaca en cuestión ni se entera; es mucho peor caer en las fauces de una mosca cojonera que en los suaves brazos de un murciélago vampiro suramericano. ¡Y, encima, con ese acento embriagador…!

Comments

muy buena descripción de la causalidad en la evolución de murci

Aunque para mi le sobra la primera parte, me parece que el artículo bosqueja perfectamente gran parte de la solución del misterio de la evolución del muriciélago. Hoy en día este animal sirve de triste referencia a los creacionistas para «argumentar» a favor del designio inteligente contra la selección natural. Sin embargo, lo que subyace en el artículo, la competencia con las aves, partiendo de las musarañas (tres especies nocturnas utilizan ecosonidos para comunicarse), y la absoluta necesidad de poder seleccionar este nicho antes que ellas, bosquejan una posible solución al enigma de por qué no fué un ave, sino un mamífero semi-preparado, el que colonizó el nicho de los insectos nocturnos. Sería precisamente esto, estar colocado en la línea de salida en ventaja frente a las aves por los ecosonidos, lo que hizo mejorar, probablemente en paralelo, el vuelo y el radar a esas musarañas originales sin que las aves pudieran evolucionar tan rápido.

El misterio de la falta de fósiles, posiblemente porque los restos quedan atrapados en troncos o cuevas, se irá desvelando sin duda en el futuro.

Mariquitas

pulgones y mariquita
pulgones y mariquita

En general —salvo tal vez individuos verdaderamente malvados, con un perfil psicológico dañino, capaces de acelerar en los pasos de cebra al paso de un colegio y de vender leche para bebés caducada— todo el mundo quiere a las mariquitas. Es un insecto que cae bien. Y, ¿por qué cae bien? Pues vaya usted a saber.

¿Me quieren por lo que soy?

No pensamos que se respeta a la mariquita por su contribución efectiva al control de plagas. Eso lo saben los entomólogos, los agricultores comprometidos con la ecología y los expertos en la lucha biológica contra plagas. Al resto, la mariquita nos parece simplemente simpática y por eso no la pisamos, la dejamos evolucionar entre nuestros dedos y cuando parte volando con esa torpeza propia de los escarabajos, sentimos una satisfacción que sólo el rey de la selva es capaz de sentir: “Vuela libre, mariquita, yo te lo permito”. La buena de la mariquita no sabe la suerte que tiene de caernos bien. Y nosotros tenemos aún más suerte de que la mariquita nos caiga bien, porque ella hace por nosotros mucho más que nosotros por ella.

 

La mariquita es un Coleóptero, el orden más nutrido de los insectos con más de 250.000 especies conocidas (échele otras 100.000 que nos quedaremos sin conocer, al paso que vamos). Parientes de la mariquita son los insectos más grandes, como los escarabajos Hércules o Goliat, con más de 100 gramos de peso (¿se imagina?) y también algunos de los más diminutos, con apenas medio milímetro de longitud.

Nuestra simpática mariquita es, como todos los escarabajos, capaz de volar. Prefiere deambular por los tallos repletos de pulgón, pero si se la molesta o las hormigas se ponen muy pesadas, abre sus elitros (las falsas alas típicamente decoradas), despliega sus alas, y a volar.

El lado desagradable de la mariquita

La amable mariquita tiene una paciencia limitada. Si se la incordia mucho se va volando, como ya hemos comentado, pero si se persiste o incluso se le hace daño y no se la permite volar, se defiende con el recurso de los seres heróicos: con su propia sangre. Realiza una sangría voluntaria, de un color ocre y de un olor desagradable y persistente que invita a dejarla en paz. Ella lo avisa —para eso son esos colores tan llamativos— y el que avisa no es traidor.

Las mariquitas son varias, aunque la más común es la roja con siete puntos. Linneo, el padre de la taxonomía (la ciencia de nombrar y clasificar especies) se fijó en el número de puntos para denominarlas. Y así, a la de siete puntos la llamó septempunctata; a la de dos puntos, bipunctata; a la de veintidós, vigintiduopunctata; y cuando al bueno de Linneo le tocó contar los de una variedad verdaderamente repleta de puntos negros se lió y contó veinticuatro puntos, por lo que la llamo vigintiquatuorpunctata. ¡Vaya por Dios! La Subcocinella vigintiquatuorpunctata puede tener dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve e incluso veinte puntos, pero nunca veinticuatro. ¡Nadie es perfecto!

La mariquita es una formidable arma para la lucha biológica contra las plagas. En algunos viveros, dónde la fumigación acabaría con los insectos polinizadores y, por tanto, con la producción hortícola, se utiliza a la mariquita para frenar el avance del pulgón, la cochinilla y otros insectos capaces de producir plagas.

Ya sabemos por qué nos tiene que caer bien la mariquita. Su larva es aún más voraz. La identificará fácilmente: es alargada, negra y con algunos puntos naranjas.

El lirón

lironTodos cuantos pasen de los cuarenta, recordarán con admiración aquellos inolvidables episodios de El hombre y la Tierra, del llorado Félix Rodríguez de la Fuente. Y de todos los animales grandes y pequeños que descubrimos guiados de su docta mano, uno resuena aún en los oídos de muchos de nosotros, con aquella peculiar e irrepetible dicción del amigo Félix: El lirón careto.

Para los que entonces éramos de ciudad, aquello del lirón careto sonaba a tierras vírgenes y parajes perdidos en alguna serranía ibérica. Para la gente de campo que veía los episodios en el bar de la plaza o en el casino, era la muxa (si era vasco), la rata sellarda (en Cataluña) o simplemente la rata. Pero, poco a poco, este simpatiquísimo roedor, fue dejando atrás tan despectivos apelativos, totalmente ajenos a su naturaleza, y empezó a labrarse un lugar más digno entre nosotros. Pero murió Félix, y el lirón careto volvió a la oscuridad de la memoria y de los bosques.

Tocado por los dioses

El más simpático y común de los lirones —el lirón careto— tiene un hermano menos agraciado y de mayor tamaño —el lirón gris—, que en España sólo podemos encontrar en el norte. Carece de las manchas oscuras que, a modo de antifaz, dan ese peculiar aspecto al careto —además de adjetivar su nombre— y su cola es toda ella peluda, a diferencia de la del careto, que sólo tiene pelo en un llamativo penacho terminal, blanco y negro. Esta cola es su seguro de vida, pues en caso de necesidad la pierde fácilmente, como si fuera una lagartija.

El origen del lirón careto se remonta a los tiempos en que las hadas reinaban en los bosques, de esto hace muchísimos años, cuando sólo existían lirones grises. Cuenta la leyenda, que mamá lirón tuvo una camada de ocho lironcitos. Después de nacer, les colocó en fila para pasar revista mientras les iba poniendo nombre:

—Tú tienes los bigotes muy grandes; te llamaré Bigotón. Tú te pareces mucho a tu padre; te llamaré Vagote. Tú…
Y así, sucesivamente, fue dando nombre a todos y cada uno de los pequeños lirones grises. Al llegar al último, pegó un respingo:

—¿Y tú, de dónde has sacado esa cara? Vaya careto más feo, todo manchado. A ti no te pongo nombre porque no quiero ni verte.

El resto de hermanos se echaron a reír, gritando a coro:

—¡Vaya careto, vaya careto!

A partir de ese día, el pequeño lirón creció siendo el hazmerreír de todos sus hermanos. No le permitían participar en los juegos, sólo podía comer lo que los demás rechazaban, e incluso tenía que ocultarse de su padre, que había jurado quitarle de en medio si le encontraba, porque —según decía— aquel lirón tan feo no podía ser hijo suyo.

Así pasaron los años, y el pequeño lirón aprendió a estar solo, a ocultarse de su padre, a evitar las burlas de sus hermanos y la dolorosa indiferencia de su madre. Mientras que los otros lirones crecían fuertes, Careto —así le llamaban— ganaba peso con dificultad y su cola, lejos de ser peluda como la de los otros, tan solo conservaba un penacho final de pelo. Cada noche, después del festín de frutas y semillas que se daban los otros lirones, él se acercaba, sigiloso, a comer lo poco que le habían dejado. Aprendió a hacer de tripas corazón y tuvo que incluir en su dieta cosas como escarabajos, cucarachas, gusanos y otros bichos asquerosos que si bien le repugnaban, al menos le permitían sobrevivir.

Una noche en que, como tantas otras, lloraba su desdicha a la orilla del estanque, se le acercó el hada Buena.

—Hola, pequeño lirón. Llevo años escuchando tu llanto y he decidido cambiar el rumbo de tu historia. Quiero que sepas que tú y tus descendientes seréis los más apreciados de entre los lirones. Poblaréis la mayor parte de los bosques y seréis la admiración de todas las criaturas. El gato Montés y la gineta Feroz no podrán daros caza, y viviréis felices por siempre jamás.

— Te agradezco mucho tus palabras de consuelo, pero no necesitas engañarme. Yo sé que no tendré descendencia porque todas las lironas se ríen de mí. Y no llegaré a viejo: Si no me pilla mi padre, lo hará Feroz, Montés o el pollito Gavilán. Estoy resignado a mi destino.

—No olvides mis palabras, pequeño lirón.

Y dicho esto, el hada Buena desapareció entre la bruma del estanque.

Pasó el verano, y el otoño preludió la llegada del frío. Apremiaba el tiempo, y la familia de Careto se entregó a una desaforada búsqueda de provisiones para pasar el invierno. Recogían y recogían, llevando todo a la madriguera. Careto, como siempre, les seguía a distancia, alimentándose de lo que dejaban caer; media nuez, unas bayas de serbal…

Un día, de pronto, apareció Feroz. Salió entre los árboles como una centella y cuando quisieron darse cuenta ya se había comido a Bigotón y a Vagote. Todos corrieron hacia la madriguera, pero se habían alejado mucho y la gineta les fue dando alcance uno a uno. Careto, incapaz de observar tan cruel espectáculo desde su escondite entre los arbustos, saltó ante la gineta para atraer su atención y permitir la huida de su familia.

—No tengas cuidado, Careto —dijo la gineta— que a ti también te voy a echar el diente, pero primero me comeré a tus hermanos, que están bastante más rollizos que tú.

Y así lo hizo. A la carrera, iba dando alcance uno a uno a los lirones, mientras Careto, a su lado, le gritaba:

—¡Ven a por mí, si eres valiente!

Pero la gineta tenía bocados más apetitosos. Careto presenció como en pocos segundos, Feroz acabó con toda la familia. Ya sólo quedaba él, corriendo aterrado ante la gineta y ya cerca de la madriguera.

—Mmmm… ¡Estaban deliciosos! Pero me he quedado con un poco de “gusa”, de manera que también te voy a comer a ti, saco de pelos.

Careto ya divisaba la madriguera. Pero sentía en su cola el aliento fétido de la cruel gineta.

—A ver esa cola tan vistosa; trae acá que la eche mano, que por algún sitio hay que empezar a comer.

El pequeño lirón sintió que todo acababa. Notó una garra sujetar con firmeza el extremo de su cola; cerró sus ojos y, sin dejar de mover sus pequeñas patitas, se encomendó al hada Buena. Entonces ocurrió el milagro. Careto dejó de percibir el aliento de la gineta; sin dejar de mover sus patas, abrió los ojos y se encontró ante la madriguera. Entró rápidamente y ya a salvo se atrevió a mirar atrás. A unos veinte metros, la gineta, enfurecida, mordía y arañaba una cola de lirón. Careto acercó su patita y se palpó el lugar donde siempre había tenido una cola… pero no había nada. No sangraba ni existía dolor alguno. Aturdido y asombrado no podía reaccionar. A su alrededor, montones de frutos, nueces, castañas y bayas decoraban la que fuera casa de su familia y ahora era su casa. Y en el exterior, había comenzado a nevar mientras la gineta se alejaba mascullando maldiciones contra las colas y los lirones.

Superviviente nato

Esto paso hace muchos años. El hada Buena cumplió su promesa y desde entonces, cada vez que un gato o una gineta tratan de atrapar a un lirón careto, se quedan con su cola entre los dientes… y nada más. Y no solo esto; el hada cumplió en todo. El lirón careto habita una zona mucho más extensa que su pariente, sigue siendo algo más pequeño, pero sabe defenderse mucho mejor.

Es asiduo de huertas, jardines, parques… e incluso es fácil que llegue a colarse en casa. Duerme de octubre a abril, en oquedades de los árboles o rendijas de las rocas. Es bastante temerario, no en vano su cola-señuelo le hace sentirse seguro. Le hemos visto pasear por la mismísima puerta de Babitín Serrano —el temible gato rojo— casi como provocando. Así es el lirón careto. No es fácil que le vea, pero deje unas nueces en el rincón más oscuro del jardín y verá como acaban desapareciendo.

Libélulas y caballitos del diablo

1-DSC01110Están entre los insectos más vistosos —con unas tonalidades metálicas e irisadas verdaderamente espectaculares— y más grandes, con longitudes que en algunas especies superan los 11 cm. Tal despliegue no podía dejarnos indiferentes, y se ha traducido en temor.

Pero la libélula y su pariente —el caballito del diablo— no nos pueden hacer nada en absoluto porque no tienen con qué (y, además no quieren). Pero vayamos por partes.

Cada uno en su sitio

Libélulas y caballitos no son lo mismo, ni mucho menos. Aunque pertenecen al mismo orden (Odonatos), y su aspecto es similar, hay notables diferencias que permiten distinguirlos si se quedan un rato quietos (algo no siempre fácil). Las alas de los caballitos (dos a cada lado) son practicamente iguales, mientras que las libélulas tienen las posteriores algo más anchas. Cuando están posadas, el caballito tiene las alas juntas o ligeramente separadas mientras que la libélula las despliega por completo. Los ojos, grandes y facetados en ambos subgéneros, están situados a ambos lados de la cabeza en los caballitos, mientras que en las libélulas están juntos sobre la cabeza. Esta característica hace que las libélulas verdaderas tengan una extraordinaria visión en un ángulo de 360º. De manera que si había pensado en acercarse por detrás para darle un susto a alguna, olvídelo.

El Top Gun de los insectos voladores

La libélula posee uno de los vuelos más perfectos (si no el que más) del mundo de los insectos, lo que equivale a decir del reino animal. Si la más diestra de las rapaces parece un novato con “L” al comparar su vuelo con el de una simple mosca, esa misma mosca frente a la libélula es algo así como usted o yo compitiendo en una carrera de coches frente a Carlos Sainz. No hay nada que la libélula no sea capaz de hacer volando: puede desplazarse decenas de kilómetros en un santiamén, parar casi en seco y permanecer estática el tiempo que desee, subir y bajar en una vertical perfecta y, por si esto fuera poco, volar hacia atrás. Además, sus ojos juntos y situados en lo alto de la cabeza, con más de 30.000 facetas cada uno, le da una visión panorámica total que ya quisiera para sí la cabina elevada y semiesférica de un F16. Vuelan tan bien, que sólo saben volar, siendo incapaces de andar, como hacen muchas especies de insectos voladores.

Las caza al vuelo

Con estas aptitudes, está claro que la libélula no se alimenta de hojas. Caza insectos voladores —moscas y mosquitos— y lo hace en pleno vuelo, algo que sólo de imaginarlo parece imposible (tenga en cuenta que las aves insectívoras cazan “al bulto”, abriendo la boca y capturando con mínimas desviaciones de ruta los insectos que se cruzan en su camino). La destreza de las libélulas es tal, que los naturalistas las pasan canutas para echarles el guante con sus típicos cazamariposas (¡bien por las libélulas!).

A pesar de disponer de una máquina de vuelo tan perfecta, la libélula no tiene armamento a bordo; queremos decir que no tiene aguijón, ni pica: es completamente inofensiva, tenga el aspecto que tenga y mida lo que mida.

Los caballitos del diablo son algo más torpes y más pequeños que sus primas. No tienen esa capacidad de vuelo y de visión, pero tampoco “van armados”, a pesar de tan terrible nombre.

Un largo camino

Para llegar a ser el primero de la clase, las libélulas —como el resto de insectos— pasa su metamorfosis; un camino que comienza en la fase de huevo y termina un año después como insecto adulto. Durante su época larvaria, libélulas y caballitos viven en el agua de estanques y charcas, respirando por branquias, como los peces. Ambos, larva e insecto adulto, se alimentan de lo mismo: la libélula larva de larvas de mosca y mosquito, y la libélula adulta de moscas y mosquitos adultos. Esa dieta y, sobre todo, la voracidad con que las larvas se emplean contra sus similares de mosca y mosquito, son el mejor control de las poblaciones de estos dípteros. Lamentablemente, las campañas de fumigación de charcas y lagunas emprendidas por muchos ayuntamientos terminan, es cierto, con la plaga inicial de mosquitos, pero también perecen las larvas de libélula. A la primavera siguiente, moscas y mosquitos han vuelto a las andadas, con varias generaciones en un corto período, mientras que la libélula, que precisa un año para alcanzar la madurez, no puede regenerarse con tal velocidad. El resultado es que, al no existir ya el control de las libélulas, las plagas de mosquitos van siendo cada vez más virulentas, obligando a realizar fumigaciones a cada temporada. Eso trae consigo en un período más o menos largo la muerte de la charca, un ecosistema de gran valor biológico.

De todas las libélulas descritas por la entomología moderna, se cree que un alto porcentaje ya se ha extinguido.

¿Cuándo fue la última vez que vio una libélula?

Si hacemos esta pregunta a personas que vivan en una ciudad, probablemente no sepan contestar. El colmenarejo tenemos la suerte de verlas, revoloteando en las charcas e incluso en nuestros jardines y parques. Cuando tenga la suerte de ver una, acérquese sin miedo (ya le hemos dicho que es del todo inofensiva) y observe sus grandes ojos y sus brillantes colores. Fíjese en su vuelo. Enséñesela a su hijo, porque es probable que cuando él tenga su edad, las libélulas hayan desaparecido, si no lo remediamos.

Hormigas

hormigaEste pariente cercano de abejas y avispas es, posiblemente, uno de los insectos que menos repulsión suscita entre nosotros. Tienen fama de previsoras, son trabajadoras, disciplinadas y cariñosas con su reina. En fin, súbditas perfectas. Pero ¿y como compañeras de los humanos?

Para empezar, vamos a sentar las bases de este tema. Independientemente de cual sea su relación con nosotros y nuestras “posesiones”, las hormigas se merecen el máximo respeto —como todo aquello que nos rodea— y la mayor admiración —como algunas cosas. Pero esto lo iremos descubriendo a medida que avancemos en el conocimiento de su fascinante universo.

No son dañinas… a veces

Si este artículo cae en manos de algún amigo iberoamericano, va a estar riéndose de nosotros varios días. Y es que por aquellas latitudes las cosas no son exactamente como aquí. Allí las hormigas tienen peor talante y organizan auténticas migraciones de centenares de miles de individuos, perfectamente formados en líneas de cientos de metros, con los soldados en vanguardia y en los costados y la reina y sus cuidadoras en el centro, acompañadas de las hormigas de patas largas que transportan bajo su abdomen a los huevos y larvas. Estas expediciones no se detienen ante nada y son capaces de acabar con la vida de pequeños mamíferos e incluso animales del tamaño de un conejo y hasta una boa.

Las hormigas que conviven con nosotros en España son bastante más pacíficas, en parte porque son más primitivas.

A nuestra imagen y semejanza

Verdaderamente, un juego malévolo puede consistir en establecer paralelismos entre las hormigas y el ser humano. Ya lo hicieron los fabulistas para adoctrinarnos cuando poco conocían aún de estos insectos. Si hubieran sabido que hay hormigas ganaderas, o agricultoras; que unas cosechan miel y que otras esclavizan a otros géneros de hormigas sin las cuáles no podrían existir… ¿qué habrían escrito? Desde luego, el cuentecillo de la Cigarra y la Hormiga, no; en todo caso, El lobo estepario. Presten atención.

El instinto con forma de inteligencia

El hombre, que malamente es capaz de aceptar que su vecino pueda ser más inteligente que él mismo, ¿cómo va a reconocer inteligencia en animales tan pequeños como las hormigas? Para solventar ese problema filosófico por el cual insectos sin carrera son más solidarios con sus semejantes, organizados y trabajadores que nosotros, se ha inventado lo del instinto. Veamos qué es capaz de hacer el instinto de las hormigas.

Las hormigas tejedoras preparan su nido de manera simple, como tejemos los humanos. Una hilada de hormigas mantiene próximos los bordes de dos hojas mientras otra va uniéndolas con el hilo de seda de una larva que sujeta con sumo cuidado entre sus mandíbulas, a modo de aguja e hilo.

Otras hormigas son recolectoras de miel. Son individuos especializados que ingieren grandes cantidades de sustancias azucaradas, distendiendo su abdomen hasta varias veces su peso. Luego se cuelgan del techo de una zona del hormiguero acotada como bodega, donde van sus hermanas a tomar unas “copas” mientras departen amigablemente.
Las hay agricultoras. Son las cortadoras de hojas de Centroamérica. Por supuesto no comen hojas, ¡faltaría más! Las hojas que cortan en pequeños trozos y transportan al hormiguero son para abonar los campos subterráneos de hongos que poseen en cooperativa. Hongos deliciosos que recolectan cuando están a punto y cuyo cultivo mantienen en un estado envidiable de limpieza y salubridad.

Pero las hormigas —como el hombre— también son capaces de lo peor. Hay varias especies que esclavizan a otras hormigas en diferentes grados. Quizá el más acusado sea el de Anergates atratulus, que vive en Europa. La especie carece de obreras, por lo que no hay quién trabaje. La reina penetra en el nido de otra especie, donde sus huevos son criados como propios. Cuando nacen las jóvenes Anergates toman el nido y esclavizan a sus moradoras, las cuáles trabajarán para ellas en lo sucesivo.

En España triunfa la ganadería

Al contrario de lo que nos sucede con el ganado bovino y la cuota láctea, en el mundo de las hormigas españolas, la ganadería tiene un gran futuro. Una buena parte de nuestras hormigas se dedican a la cría y ordeño del pulgón. Pueden llevarlos cuidadosamente a su hormiguero, donde les han preparado unas salas en las que afloran abundancia de raíces. Ahí los colocan y ellos, felices, se dedican a succionar la savia azucarada. Periódicamente, las hormigas les estimulan y los pulgones segregan pequeñas gotas de almíbar que les sirve de alimento. Ni que decir tiene que les cuidan como un ganadero cántabro a su vaca más lechera.

Lo más habitual es que busquen al pulgón y lo ordeñen “in situ”. Y ésta es la razón principal por la cual mucha gente cree que las hormigas dañan el jardín. Advierten una planta debilitada y observan la presencia de hormigas que suben y bajan incesantemente. Pero éstas no hacen absolutamente nada a la planta, no comen sus tallos ni sus hojas. Sólo quieren el néctar de los pulgones, que son los responsables del deterioro de la planta.

Abonan, oxigenan y combaten las malas hierbas

Las hormigas, en nuestro país, son más beneficiosas que perjudiciales. Los hormigueros oxigenan la tierra considerablemente, y la comida que recolectan incesantemente son nutrientes que abonan el terreno, ya que la hormiga recolecta mucho más de lo que necesita. En su afán de arramblar con cada semilla que encuentran, evitan que germinen multitud de malas hierbas… aunque en el “debe” están las que sembramos nosotros y ellas se llevan a su casa. Pero para esto hay solución: cubrir con una fina capa de mantillo nuestra siembra; protegemos las semillas y favorecemos su germinación.

¿Qué hemos de temer?

En nuestras latitudes, nada. Incluso esas diminutas hormigas caseras que aparecen a cientos en nuestro hogar cuando dejamos algún resto de comida, son completamente inofensivas. No dañan estructuras, ni comen plantas, ni destruyen raíces. Por eso, no tienen mucho sentido esas persecuciones a que a veces las sometemos, con polvos insecticidas que vertimos sobre sus hormigueros y sus sendas. La simpática hormiga negra de jardín, la enorme hormiga roja de bosque y la diminuta hormiga doméstica son basureras de lo diminuto y tanto ellas mismas como su trabajo sólo merecen nuestro respeto.

El grillo

OS18071

Con el grillo ocurre como con los locutores de radio: les identificamos por la voz, y a la mayoría de ellos, si nos los cruzamos por la calle, no les reconocemos.

Eso le sucede a nuestro modesto y amigable grillo, que nos deleita los oídos en las cálidas noches del verano, envolviéndonos de una apacible sensación de bienestar… y si nos topamos con él dentro de casa maldecimos; “cucaracha asquerosa”, para acto seguido, rociarle con el insecticida más letal que tengamos a mano. Y es que nuestro grillo es claramente un grillo para los que saben cómo es un grillo. Pero, ¿y usted? ¿Ha tenido alguna vez un grillo en la palma de la mano? ¿Sabe distinguir a metro y medio de distancia un grillo de una cucaracha?

Los grillos, cosa de niños

Como, lamentablemente, nos sucede a casi todos, el contacto más directo y real que tenemos con la naturaleza a lo largo de nuestra vida es en la infancia. Quizá sea porque aún no estamos “socializados” y las cosas que nos rodean nos parecen mucho más sencillas, más naturales. Cualquiera de nosotros de niño ha cogido sin ningún reparo bichos que sólo de imaginarlos ahora se nos pondría la carne de gallina. Y en este sentido, algunos de nuestros lectores recordarán aquellas jaulas para grillos que se hacían con dos rodajas de tapón de corcho y unos alfileres clavados a modo de barrotes. Se metía dentro al pobre grillo y… ¡a cantar! En algunas zonas era una costumbre muy corriente tener un grillo en casa y deleitarse con sus trinos. Esta costumbre se ha perdido, como no podía ser de otra manera en plena era de la asepsia, el matamoscas electrónico, el spray de piretrinas y todas esas lindezas. Hoy día, un niño de ciudad que se le ocurra llevar ilusionado a su casa —bloque 5, portal A, escalera D, piso 14 y puerta F— un grillo en una jaulita, recibirá la respuesta estereotipada de una madre de principios del milenio: ¡Aquí no entras con ese bicho!
Aunque, bien pensado, de dónde va a sacar un grillo esta criatura. En los parques de las grandes urbes no hay más animales que los perros… y algunos bípedos; en las escuelas americanas dan a los niñitos indefensas ranas para que las destripen “en aras del conocimiento”, pero aquí preferimos comérnoslas; y en las tiendas de animales venden peces de atolón, pajaritos de la selva tropical, lagartos de la isla de Komodo… pero grillos no. Así que, se comprende que cualquiera que tenga menos de treinta años y no tenga la suerte de vivir en Colmenarejo (u otro pequeño pueblo) sólo sabrá del grillo que es un insecto que canta en el pueblo de la abuela cuando va a pasar unos días, por vacaciones. Y, claro, al verlo cara a cara en la cocina, no le reconoce y lo pisa o lo fumiga.

¿Quién es el grillo?

El grillo es un Gríllido (fácil, ¿eh?). Podemos toparnos con dos especies diferentes: el campestre y el doméstico. El grillo doméstico es más pequeño y de color pardo claro. Se llama doméstico no porque se deje acariciar, sino porque le gusta vivir en las casas (domus, en latín); y como los entomólogos lo dicen todo en latín, lo han llamado Acheta domestica (se podía haber llamado grillo de andar por casa).

El otro grillo —el campestre o común — es el que encontramos habitualmente en el campo. Es más grande, negro, con una cabeza prominente.

Los grillos son primos de los saltamontes. Entre ambos se reparten el espectro radioeléctrico, cantando los saltamontes de día y los grillos de noche: así no hay riesgo de guerra mediática. El canto de los grillos es más continuo que el de los saltamontes. Mientras éstos frotan un ala dotada de pequeños salientes contra una pata, en el grillo ambas piezas están en las alas, de manera que al cantar parece a un palomo dándose un baño: ahuecado y moviendo las alas.
Las hembras no cantan, solamente lo hacen los machos. Y los machos tienen varias voces (existe un cierto parecido con el comportamiento de los humanos); una estridente y ostentosa para atraer a la hembra, y otra más dulce y armoniosa para hablar de amor una vez que la tiene a su lado. Despúes de casados, silencio absoluto.
Existe una especie —el grillo italiano— que pasa por tener uno de los “picos” más cautivadores del reino de los insectos. Se posa sobre una rama y entona un cántico de gran belleza que encandila por completo a las “pibas”. Hasta aquí todo normal en un grillo transalpino. Pero lo genial de este grillo es que, cuando la competencia o un depredador tratan de localizarle por el sonido, modula de tal manera el canto que puede hacerle creer que está a la izquierda cuando lo tiene detrás, por ejemplo.

La dieta del grillo

El grillo, como sus primos los saltamontes, es básicamente vegetariano. También captura pequeños insectos, pero el grueso de su dieta lo constituyen las materias vegetales. Pero, ¡por Dios!, no vaya a pensar que es perjudicial para su jardín porque coma dos briznas de hierba al día. Además, el grillo nunca constituye plaga porque es un animal solitario.
Vive poco, normalmente un año, y para nosotros apenas sólo existe los meses de verano en que hacemos vida exterior. De manera que intente hacerle la poca vida que le queda, lo más agradable posible. Si le gusta oír música en el jardín, póngala bajita, le descentra y puede no encontrar pareja. Y, sobre todo, no le confunda con una cucaracha.